Sentado en el asiento del copiloto, la cabeza girada en un ángulo imposible para evitar que su madre lo vea, Blas muerde con saña una uña descarnada, tan perdida la sensibilidad que podría ser la de otro. El Peugeot se mueve a trompicones, al ritmo del tráfico denso. «Hoy tampoco llego a tiempo a la oficina, de ésta me echan seguro» —se lamenta la madre— y añade mecánicamente, alzando la voz para hacerse oír sobre el fragor del claxon que ella misma aporrea: «¿Seguro que no quieres que hable con la tutora?».
Blas niega con la cabeza. El Peugeot se detiene ante la puerta del instituto. Grupos bulliciosos de chavales, arracimados por etnias, aceleran el paso cuando el bedel abre el portón metálico. Blas remolonea, sin salir del coche, fingiendo buscar algo bajo el asiento del copiloto. Su madre sabe que están entorpeciendo el tráfico pero calla y espera. Acaban de entrar los últimos: una pareja demasiado joven para casi cualquier cosa. Ella apura un cigarro liado y tira tras sí la colilla prendida al cruzar la puerta del instituto. El bedel echa un vistazo al reloj y, como quien clausura las puertas del cielo, empuja el portón de hierro para cerrarlo. Blas baja entonces del Peugeot y cruza veloz la entrada. «Chaval, siempre llegas por los pelos: a en punto cierro y el día que te retrases un segundo, ya puedes pedírmelo de rodillas, que no entras», oye a sus espaldas.
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Las risitas le anticipan que hoy tampoco será un día fácil. «No llores, no lo hagas». La garganta le escuece por el esfuerzo de contener las lágrimas. Se sienta en la primera mesa de la fila pareja al ventanal; la más alejada de la puerta, prácticamente pegada a la del profesor. Una decisión mancomunada entre su madre y la tutora para que no se disperse. Sobre todo ahora que el instituto se ha sumado al programa de inclusión digital «y, ya se sabe, estos niños distraídos pierden la cabeza con los cachivaches electrónicos». Enciende la tablet. Su cara ocupa la pantalla y también —Blas no tiene la menor duda— las de todos sus compañeros. Han debido sacarle la fotografía durante la hora del patio, al que no baja nunca. En la instantánea, Blas duerme el sueño de los justos —la cara regordeta, aun aniñada— con la cabeza recostada sobre el pupitre. Es una buena foto. En las comisuras de la boca semiabierta, teñida de naranja, se perciben rastros resecos de ganchitos. «El lelo durmiente» han escrito en gruesos caracteres rojos sobre la superficie plástica de la mesa. Imagina al fotógrafo —más tarde se entera de que es una chica— buscando el mejor ángulo, alentado por los cuchicheos del resto: «Qué también salga la uña asquerosa de ese llorica». Apaga la tablet cuando entra la tutora.
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En la fachada modesta de la casita baja, encorsetada entre dos macizas construcciones residenciales, alguien ha pintado durante la noche un jugador de beisbol salido de las tinieblas. Blas lo ve —¿quién no?— camino del instituto y se acerca al graffiti, fascinado por el ojo hipnótico del androide. ¿Eres un héroe o un villano? —duda maravillado ante la ambivalencia de la imagen—. El jugador tuerce el labio mostrando unos dientes ennegrecidos y desiguales, el ojo estático. «Pura puesta en escena, chaval —contesta— No soy más que un solitario como tú. ¿Y sabes qué? Me importa una mierda porque me basto y sobro conmigo mismo».
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El bateador solitario le acompaña el resto del curso y los tres años siguientes. También mientras —en contra de todo pronóstico— saca adelante una ingeniería informática. Se encuentran temprano, ante la casa minúscula, y caminan hombro con hombro, prácticamente sin mediar palabra. A Blas le gusta llevar el bate, firmemente sujeto por el mango, la parte que golpea la bola apoyada sobre el hombro.
Mientras descarga la fruta recién llegada de Mercamadrid, el frutero atisba curioso a ese adolescente que cada día pasa ante la tienda, con paso ágil, el macuto pesado a la espalda y el antebrazo en alto, ligeramente doblado el codo y los dedos prensiles agarrando con fuerza el aire.
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No desaparece su dificultad para recordar los nombres de sus compañeros, ni el reflejo paralizante ante el estímulo del insulto. Tampoco el terror a competir, siquiera en una partida de chapas. No deja de enredarse en detalles anodinos hasta el punto de que toda la clase bosteza aparatosamente —la profesora con disimulo— cuando dice la lección. Ni de adentrarse en un mundo de ensoñaciones, en contra de su voluntad y sin que pueda impedirlo. Pero no vuelve a llorar. Nunca.
Hasta hoy. Anciano y corpulento, con aspecto de profesor de antaño y la misma barba tosca que su padre, Blas llora a moco tendido. Llora sin importarle la extrañeza de los obreros que manipulan la grúa con la que derruyen la fechada y con ella un graffiti ajado que, como él, muestra las cicatrices del tiempo. «No soy más que cal y pintura —le consuela el bateador solitario— podrás seguir adelante sin mí, chaval». Pero Blas no está tan seguro porque siempre imaginó que ambos caminarían juntos hasta la eternidad.
Oh, ¡pobre Blas! Ojalá más niños encontraran su bateador. Bueno, ojalá ninguno lo necesitara… Me ha gustado mucho.
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Gracias, Luna: no es mío, es un cuento de mi hijo, que adora ese grafiti. No he hecho más que trascribir lo que él me cuenta. Besitos.
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¡¿De tu hijo?! Pues es muy bueno. Me he dado cuenta de que worpress no me avisa cuando me respondes en tus entradas, qué raro.
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No está redactado por mi hijo pero si basado en las cosas que me cuenta…
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¡De esta sí me ha avisado!
Pues que siga contándote para que sigas escribiendo cuentos tan buenos 😉
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Me encanta la historia de Blas y me recuerda a alguien… Estoy convencida de que lo tuyo es el relato corto. También es cierto que a mí me gusta leer de un tirón: si se trata de un momotreto me veo obligada a retroceder para recuperar el hilo…
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Me ocurre con cualquier libro por muy interesante que sea. Esta memoria…
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¡Está claro que lo de la memoria es el sello de familia! Un beso y muchas gracias por leer el cuento.
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Qué explosión de sentimientos de principio a fin…
No podía ser de otra manera cuando has ido a tocar lo más especial que hay: «Blas»
Un regalo de relato que me guardo para siempre.
Enhorabuena…
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Besos, princesa.
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Siempre me ha gustado como contabas cualquier cosa que te pasara, así que el relato me ha encantado, espero seguir leyéndote rebonita
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¡Me ha encantado!
¡Sigue así!
Besotes.
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Uy, ¡me da la impresión de que alguien se ha chivado de la existencia de este blog! Un besazo para ti, guapetón.
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Hola, Carmen: Camino de regreso de Padrón, pensé, cual sería el próximo cuento con el que me encontraría, ( voy leyéndolos por orden ) y me encontré con Blas. Triste, pero precioso. Sólo se me ocurre decir que, casi siempre la burla arguye pobreza de espíritu.
Besiños palmeiráns
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Esperamos que se haya solucionado lo del ordenador y nos vuelvas a deleitar con tus bonitas y variopintas historias. Que sea pronto.
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Llevaba mucho tiempo queriendo fisgonear este blog y por fin lo he hecho. Varias veces escuché a alguien hablar sobre el cuento de Grafitti, por eso decidí empezar por él. Me he emocionado demasiado con la historia de Blas. Solo alguien que quiere tantísimo a ese chaval puede hacer una descripción tan bonita y especial de su personalidad. Blas tiene un montón de talentos, frutos de la desbordante imaginación probablemente, que sin embargo no son tenidos en cuenta… Me encantaría que la historia de Blas llegara a otros chavales, que como él no terminan de «encajar», para que puedan encontrar a su bateador solitario.
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¡Tú si que me has emocionado con tu comentario! Muchas gracias, Ichi: ¿cómo demostrar a estos chavales que valen un montón?
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Qué tierno! Espero que Blas ya no necesite a ese bateador.
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Je, je, ahí anda tratando de madurar como puede… sin bateador: le acaban de construir una casa justo delante del graffiti. Me alegra haber podido conservar al menos su foto, porque han sido mucho años viéndolo cada día… Besos, eva.
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