Éramos tan jovenes

Si le preguntas a mi marido, te dirá que todo han sido tontunas mías; que me ha podido la soberbia. Y puede que no le falte razón: los Popescu siempre hemos sido agricultores. ¿Qué tenía de malo que nuestros hijos también lo hubiesen sido? Me culpa de que los chicos aspirasen a otra cosa y tampoco me perdona haber tenido que criarlos solo.

Nací bajo el régimen de Nicolae Ceausescu y nunca me planteé si mi suerte había sido buena o mala: los lamentos no cambian el rumbo de las cosas. Mi vida, como la del resto del pueblo, era una argamasa compacta de trabajo, hambre y miedo, tres ingredientes aniquiladores de cualquier ambición. ¿Pensaba en la libertad? No lo creo. Se decía que los miembros de la Securitate estaban adiestrados para leer el pensamiento con solo mirarte a los ojos, así que, por si acaso, manteníamos la vista clavada en el suelo. Después nos pareció más práctico dejar de pensar. Las reglas del juego eran claras: «obedece y no te hagas notar». Saber lo que tienes que hacer, sin espacio para la duda, facilita las cosas. Obedecíamos con el falso júbilo del cerdo que se enloda a la espera de la matanza. Y, como los cerdos, aguardábamos con resignación lo que quiera que aconteciese, rogando que fuese más tarde que pronto, como si la vida que vivíamos mereciese la pena.

Al igual que muchos de mis compatriotas comencé a barajar la posibilidad de emigrar a Italia o España cuando Ceausescu nos negó la ficticia seguridad nacida del sometimiento. En ello tuvo mucho que ver la irascible Elena Petrescu. La primera dama creía percibir cierto distanciamiento de los líderes occidentales «rayano con el desprecio», según manifestó a su marido. «Esto es lo que pasa cuando gobiernas a un pueblo de patanes —se lamentó agraviada—, nadie te toma en serio». Y cuanto mayor era la afrenta —real o imaginada por Elena Petrescu— más crecía la aversión hacia sus súbditos. Nicolae y Elena Ceausescu pisotearon con saña el poco orgullo que quedaba a mi maltrecha Rumanía. Despacio, a trompicones, con el conformismo perseverante del pueblo rumano, la fila de hormigas se recomponía una y otra vez para volver a ser pisoteada. Invadidos por el hastío que provocaba un juego mil veces repetido, la pareja ideaba refinadas torturas que insuflasen nuevas emociones a una vida conyugal cada vez más aislada. Y todos nosotros aceptábamos con mansedumbre esas rabietas de niños malcriados, arrastrando los pies hacia las fosas comunes que iban anegando el país como una marea negra.

Me casé coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, tras una gélida noche en vela cosiendo uniformes para los camaradas. Vestía de luto por la muerte de mi hermano y me recogí el cabello en un moño, con dos horquillas, mientras la furgoneta de un vecino me conducía hacia el registro civil, dibujando profundos surcos sobre la nieve virgen de la mañana. Los testigos y algunos familiares —ellos vestidos de domingo, ellas con las cabezas cubiertas por pañuelos floridos y las caras quemadas por el frío— me saludaron con la tradicional felicitación rumana. «Casă de piatră» repetían, abrazándome. Guardo dos fotografías de entonces: la de una joven ojerosa, en la que no me reconozco, del brazo de un varón de rostro serio, y otra de la ceremonia, tomada desde atrás, de las espaldas rígidas de los novios frente a un juez de paz, rollizo y coloradote a pesar de las bajas temperaturas. No hubo festejos ni viajes. Ya en la intimidad del lecho conyugal, con la presencia tangible de la Securitate en la alcoba, nos aplicamos a engendrar buenos trabajadores. Un par de horas después retomé la costura. Es curioso: la costura salpica todos los momentos importantes de mi vida. Cosía cuando murió mi hermano; cosía cuando nacieron mis dos hijos; cosía cuando barajaba la idea de marcharme a Italia, y cosía cuando fusilaron a Nicolae y Elena Ceausescu. No he vuelto a tocar una aguja desde que salí de Rumanía, quizás porque no ha habido más momentos importantes.

Con la muerte del dictador, desapareció el terror, pero no llegó la calma. Como olla a presión cuya espita se obtura y deja de liberar vapor, el país saltó en mil pedazos, impregnándolo todo de restos pringosos de corrupción y envidia que, con su consistencia pastosa, enterraron cualquier escrúpulo. Víctimas y verdugos abrazamos con igual devoción un capitalismo asilvestrado que aliñamos con lo que mejor nos había enseñado el régimen: nepotismo, sumisión y picaresca. Muchos hicieron fortuna en un país vendido de saldo. Y muchos siguieron siendo lo que habían sido hasta entonces: muertos de hambre. El resentimiento ponzoñoso que despierta el enriquecimiento ajeno desplazó a la dignidad comedida de la pobreza compartida. Pensé en mis hijos, dos niños aún, y quise darles una vida mejor que la mía; una vida mejor que la que presentía podía ofrecerles mi país. Partí de noche para no ver sus caritas compungidas.

No recabé en Italia como era mi intención, sino en España, hace veintitrés años. O al menos eso dice el calendario. Para mí no ha sido más que un lapso infinito de habitaciones compartidas, pies hinchados, manos cuarteadas por el amoniaco, incertidumbre —primero por el temor a ser detenida y expulsada como inmigrante ilegal, después, obtenida la residencia, por la de perder un trabajo precario— y tardes de locutorio. He vivido la niñez de mis hijos a través de sus voces. He aprendido a interpretar sus silencios, sus suspiros, cada matiz, cada sollozo ahogado; por ellas los he imaginado casi hombres, sonrojándose ante sus primeros amores, mostrando una seguridad que las mejillas sonrosadas y los gallos de la voz desmentían. Y por ellas he sabido cuanto me echaban de menos.

La entrada de mi país en la Unión Europea simplificó las cosas. Claro que he visto a mis hijos en estos últimos años: son unos muchachos fantásticos. El mayor es mecánico y, aunque su sueldo es pequeño, le llega para vivir modestamente. El segundo está haciendo el MIR en la especialidad de cirugía. ¡Tengo un hijo cirujano! Me lo repito cada noche cuando me desplomo en la cama: «cirujano, mi hijo es cirujano». El corazón se me desboca.

No conozco España. Para mí tu país se reduce al barrio en el que he vivido, a los autobuses que he tomado y a las viviendas que he limpiado. Domino tu lengua. Mantengo buena relación, incluso de amistad, con las familias para las que trabajo. Pero España no es mi hogar. Nada me ata a esta tierra. Ha llegado la hora de regresar a casa. Rumania está hecha un desastre, tanto que hay quien añora los tiempos de Ceausescu, ¿pero qué lugar está bien en este mundo de locos? Tengo una casa de piedra, un pequeño terreno, un marido que me espera, fuerzas para trabajar el campo y —no voy a negarlo— mucho miedo. Porque en estos años de trabajo extenuante no he tenido tiempo para estar conmigo. No sé quién soy. Cuando me miro en el espejo veo una mujer envejecida, una dentadura postiza de mala calidad y ningún recuerdo que merezca ser recordado, ahora que tanto los necesito.

Ayer me llamó mi hijo para contarme que había tenido su primera operación en prácticas. Me dijo que era feliz y que nada de eso habría sido posible sin mí. Quería hacerme un regalo con su primer sueldo: una semana en un balneario de Sovata. «No harás más que descansar, pasear y disfrutar del agua, que bien lo mereces, mama. Será como el viaje de bodas o como las vacaciones que nunca tuviste», estaba pletórico. Se lo agradecí de corazón pero no pude aceptarlo: «No, hijo —le contesté—, tengo mucho que coser cuando llegue a casa». Y sentí una tristeza infinita por todo lo que no podríamos recuperar.

***

Con todo mi cariño a Milika.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
Esta entrada fue publicada en Cosas de la vida. Guarda el enlace permanente.

13 respuestas a Éramos tan jovenes

  1. lunapaniagua dijo:

    Tremendo sacrificio. Estremecedor como poco. Un relato para no dejar indiferente a nadie. Y muy bien escrito.
    Me quedo con esta frase: «Los lamentos no cambian el rumbo de las cosas»
    Un abrazo.

    Me gusta

  2. Gracias, Luna: la verdad es que es un historia que, no por repetida, es menos dura. Como madre, me siento incapaz de imaginar qué sería de mi vida sin mis hijos. Y creo que el final, como en este caso, siempre es agridulce. Un besote.

    Le gusta a 1 persona

  3. Raquela dijo:

    Que historia mas especial y cercana…

    Querida Milika…

    Me gusta

  4. En esta bella y emotiva historia son tantas las frases repletas de contenido que no sabría con cuál quedarme. Lo admirable es que -aunque contada en primera persona- es de suponer que no se trata de una narración autobiográfica. Pero es que te metes tanto en el personaje, lo vives con tal intensidad, conoces tan bien la historia del pueblo rumano que parece que estés narrando tu propia historia.
    Puesta a elegir: me quedo con “no he tenido tiempo para estar conmigo”.

    Me gusta

  5. Gracias por estar ahí como siempre…

    Me gusta

  6. Impresionante historia. «Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más» (A.Camus – el extranjero)

    Me gusta

  7. Gracias, noteclaves, me conformo con que te guste la milésima parte de lo que me gustan a mí tus historias cotidianas. Son preciosas y animo a cualquiera que se pase por aquí a que las lea…

    Le gusta a 1 persona

  8. Magdalena dijo:

    Querida Carmen: ´
    Estos días pasados no he leído nada tuyo pues, tuve gente en casa y antes es la obligación que la devoción. Hoy que me encuentro relativamente más apaciguada, he recurrido de nuevo al ordenador y como no, a tus bellas historias. Me he encontrado con un nuevo relato, y, ¡ que relato ! He leído muy intensamente la experiencia de esta mujer porque aunque no lo sufrí como ella, también estuve casi 20 años viendo a mis hijos una vez al año y es muy duro.
    Eres muy buena escribiendo, Carmen. Sabes meterte en la piel del protagonista, siempre.
    Besiños palmeiráns.

    Me gusta

  9. Hola, Magdalena: ¡Ya me había acostumbrado a tus mensajitos y los echaba en falta! Desconocía ese hecho y jamás lo hubiese imaginado… ¡qué complicada es a veces la vida! Muchas gracias por tu precioso comentario, como siempre.

    Me gusta

  10. Una crónica del alma trazada con toda el alma. Así la leo y la siento. Preciosa.

    Me gusta

  11. Gracias, Álvaro: esas palabras venidas de alguien que escribe como tú lo haces son un auténtico regalo. Estoy disfrutando mucho con la lectura de tu «Si viéramos con los ojos»…

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario