Ella

Siempre fue rellenita, una anomalía en la familia, todos tan delgados. Dicen que es un calco de su tatarabuela, mujer de carnes y alegrías abundantes. Su nutricionista lo achaca a un gen recesivo. Manuela no está muy segura de que eso sea un consuelo. Ni los ojos azules de su padre, ni la elegancia natural de su madre y su hermana, tan esbeltas como bailarinas de ballet: un puñetero gen recesivo, eso le ha tocado en suerte. «Tienes una cara preciosa, hija —procura animarla su madre—. Solo tienes que esforzarte por cuidar un poco la alimentación. Si no te importa tu aspecto, piensa al menos en tu salud».

Apoyada en la máquina del café del departamento de lingüística, Manuela sopesa si echarse un pitillo. Ha recuperado el hábito de fumar porque le calma el hambre, al menos pasajeramente. Siente el pellizco de malestar de quien se engaña a sí misma. Nada de bollería industrial, se había prometido al salir de casa. Y allí estaba, con un café moca de máquina, doble ración de azúcar, peleándose por abrir un paquete de donuts envasados al vacío. «Ahora más tiernos y jugosos», canturrea el eslogan publicitario, anticipando el placer de la cobertura de chocolate deshaciéndose en su boca. «Soy como el perro de Paulov. Me enseñan un envase vacío de donuts y me pongo a salivar», se ríe de sí misma sin conseguir despegar la tapa adhesiva con los dedos gordezuelos.

Él la encuentra forcejeando con los dientes, incapaz de romper con las manos el plástico rígido de los bollos. «Vaya, por Dios —piensa Manuela—. Diez años sin vernos y me pilla haciendo de perro». No ha cambiado nada. No le llama la atención porque Arturo es de esos hombres con pinta de cincuentones incluso cuando son jóvenes. Durante el doctorado estuvo tentada de preguntarle por la edad sus padres, pero nunca se atrevió. Estaba convencida de que era hijo de madre tardía: «Apuesto a que fue uno de esos bebés con cara de opositor a notarías; de los que te miran muy seriecitos cuando les hablas con voz aniñada y te hacen sentir como una tonta». Arturo es un hombre agradable, tranquilo e inteligente. Sin estridencias, como le gustan a ella. Le cayó bien desde el primer momento. Acabado el doctorado, Manuela regresó a España como profesora visitante de la Autónoma y él prefirió probar fortuna en una universidad americana. Se despidieron con muestras de afecto pero los contactos telefónicos se fueron espaciando con los años hasta reducirse a nada.

Retoman la relación de amistad ante la máquina de café como si el tiempo no hubiese transcurrido. «No puedo creerme que sigas sin sacarte el carnet —le regaña ella—. Venga, déjame que te lleve a casa. Me queda de camino».

La madre es la primera en darse cuenta: su hija ha adelgazado. Quizás no sea algo claramente perceptible, pero se lo nota en la forma de caminar, de gesticular, de sonreír. Arturo alaba su nuevo corte de pelo: le queda muy bien. En el trayecto a su casa —ya se ha convertido en costumbre acercarlo en el Mini— ella le cuenta anécdotas del departamento y él ríe con ganas palmeándole el muslo divertido. ¿Se trata de un gesto fraternal o hay algo más? Manuela siente arderle la piel donde él ha puesto la mano. Podría perfilar cada uno de sus dedos como la policía judicial perfila el cadáver antes de levantarlo —se da cuenta de lo absurdo de su pensamiento y se frota la frente instintivamente para borrar la imagen—. Arturo planea organizar una fiesta para celebrar su regreso a España. «Nada del otro mundo: unos cuantos amigos, buena música y mejor conversación. Me encantaría que vinieses, Manoli, de verdad».

También su hermana nota el cambio. ¡Estás impresionante!, le dice, besándole la mejilla. ¿Por qué no me acompañas a una fiesta?, le pide Manuela sin ocultar su agrado. Mejor aún, ¿por qué no salimos de compras como antes? Quiero estar guapísima y tú eres la mejor eligiendo ropa. Pues claro que soy la mejor, contesta la otra, pero no solo eligiendo ropa. Las hermanas se abrazan.

El piso es amplio y está amueblado con buen gusto. «Cómodo, sencillo y práctico, como él», piensa Manuela sentada en el sillón de estilo nórdico. Da un trago a su cubalibre con coca-cola light y observa como el anfitrión charla con unos y otros, atento al aparato de música. Su hermana, un poco achispada por el vino, está eufórica y acaricia la cara de Manuela. No para de decirle lo bien que le queda el vestido. Ella cree es un poco descocado, y demasiado rojo, pero se encuentra guapa y sexy. Se ha puesto unas gotitas de anais anais en el canalillo y las muñecas. Sonríe al mundo segura de sí misma.

Suena la música lenta y algunas parejas bailan en una esquina del salón de la que se han retirado los muebles. Alfredo se aproxima. Manuela se levanta de un salto, incapaz de esperar, y le tiende la mano. El hombre no se da cuenta del gesto y se presenta a la hermana, que sonríe coqueta. Adela se siente ridícula, con el brazo extendido y la mano inerte. Bebe el cubalibre de un trago para disimular y se atraganta. Alfredo, cumplido su papel de anfitrión, se gira hacia ella y la toma por la cintura. No la lleva a la zona de baile, sino a la terraza. «Philips, ésta es la compañera de la que te he hablado: la mujer más fantástica que conozco. Me harías el hombre más feliz del mundo si aceptases ser nuestra madrina de boda, Manoli». El joven americano dice algo, pero ella no lo oye. Solo quiere quitarse ese vestido estúpido.

En el cuarto de baño se lava la cara. No regresa al salón. Toma un taxi e indica la dirección sin apartar la vista de la ventanilla. Soy idiota, idiota, idiota, se repite, golpeando la frente contra el cristal. «¿Se encuentra bien, señorita?». Ve el gesto solícito del taxista reflejado en el retrovisor y asiente con la cabeza.

Recibe la llamada de su hermana a primera hora de la mañana. «¿Pero qué te pasa? —está enfadada—. Me dejas sola en una fiesta en la que no conozco a nadie. Eso no se hace, Manoli. Menos mal que una tiene don de gentes y se enrolla como las persianas. Pero que sepas que me ha parecido un detalle muy feo».

Manuela mira el café solo con sacarina y llama al camarero. «Por favor —dice— póngame otro café con dos azucarillos y un pincho de tortilla. Sí, con mayonesa. Y un par de torreznos de esos».

Agita entonces los hombros, en un gesto semejante al de la gallina recién montada por el gallo, se cala las gafas y abre el periódico.

[Ilustración procedente de la calculadora de docxpresso body mass index].

Acerca de Máximo Disaster

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22 respuestas a Ella

  1. lunapaniagua dijo:

    Muy bueno. Mi moraleja es que tienes que gustarte a ti misma, y si cambias, que sea por sentirte mejor contigo misma. Y que te asegures de que el hombre que te gusta no sea gay, ja, ja, eso también es importante. Un besote.

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  2. ¡Y tanto! Se por experiencia el atractivo que algunos hombres gay despiertan entre las mujeres… imagino que tiene que ver con su mayor sensibilidad… ¡y eso puede provocar algún disgustillo que otro! Un beso, guapa.

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  3. Hace años, a poco de llegar a Madrid, coincidía a menudo en la parada del autobús con un joven alto y apuesto -como de unos veinticinco años o tal vez alguno más-. Me llamaba la atención lo atento que se mostraba siempre: te cedía el paso al subir al bus, el asiento si iba sentado…Cosas así. Dejé de verle durante muchos años. Hace relativamente poco, volví a encontrármelo ya mayor y con la figura deteriorada: llevaba las cejas depiladas, la cara discretamente maquillada y una larga coleta.
    Sentí una mezcla de ternura y compasión.

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  4. Magdalena dijo:

    Hola, querida: Si digo que has vuelto a sorprenderme, mentiría. Ya no me asombras, ya espero encontrarme con algo satisfactorio, y siempre lo descubro. Eres chispeante y original.
    ¿ Qué se te ocurrirá mañana ? Sea lo que fuere, lo espero.
    Besiños palmeiráns.

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  5. Gracias, Magdalena: cuando escribí este cuento, mi madre -mi principal y más férrea crítica (cuyos consejos acostumbro a seguir o al menos me hacen recapacitar)- me comentó que le parecía una historia demasiado evidente. Estoy convencida de que es así: es una escena mil veces repetida con un final que no deja espacio para la sorpresa. Pero siempre me han admirado esas personas que son capaces de enfrentarse a los reveses de la vida «como las gallinas»: un aleteo liberador y a otra cosa mariposa. Este cuentito no es más que un reconocimiento a todas ellas. Un beso desde los madriles.

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  6. Daxiel dijo:

    Un relato viviente, sonriente y de buen apetito.

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  7. ¡Siempre acertado, Daxiel!

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  8. Pues yo creo que es bueno ilusionarse por alguien y cambiar para gustar hacia afuera también, (editarnos un poquito para que nos den likes) y también desilusionarse y sacudirse y sobre todo ese «aleteo liberador», ese reencuentro. ¡Muy buen relato!

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  9. Estoy de acuerdo contigo, ¡la ilusión mueve montañas! No me da la impresión de que Manuela sea una persona que se dedique a lamerse las heridas, así que no creo que tarde en volver a ilusionarse…y a abandonar los torreznos :-). Un beso, noteclaves.

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  10. Eduardo dijo:

    Manuela está auténticamente enamorada de los torreznos, aunque alguna vez se vea tentada a engañarlos con algún hombre el verdadero amor siempre acaba prevaleciendo…lo siento pero soy un romántico inveterado.

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  11. Ya se nota, ya…. está claro que lo tuyo es la novela rosa…

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  12. ¿Una historia evidente? Humana seguro que es. Manuela; se fuerte…

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  13. Sí, ¿quien no conoce a una Manuela o a un Manuel? ¡Si es que esto de las relaciones humanas es la releche de complicado…

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  14. Escribes con precisión y con sentido del humor, de forma que el relato de la pobre Manuela se lee placenteramente de un tirón. El desenlace es tristísimo. Tu buen pulso literario se mantiene hasta el final. Por cierto, tras leer tu presentación en Acerca de la autora, pensé que eras gallega. Así que, me dije, nada tiene de extraño que narre bien, pues Galicia es tierra de buenos escritores. Aparte de Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y Álvaro Cunqueiro, que están entre mis preferidos, y una nutrida nómina de fabuladores. ¿O eres gallega? Eso da igual, en definitiva. Saludos cordiales.

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  15. Gracias, Antonio: no sabes lo que te agradezco tu comentario. Gallega soy, aunque solo de nacimiento. A pesar de ello, dicen quienes me conocen que cumplo con todos los tópicos; ya sabes: morriñosa, pelín pesimista e incapaz de establecer «si voy o vengo». Imagino que se lleva en los genes. Un abrazo, ¡y que sepas que me tienes en ascuas con el desenlace de la «Traca gigantesca!

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  16. Agridulce como la vida misma

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  17. ¡Y tanto! Un placer verte por aquí y, por supuesto, seguirte. Un abrazo, Julio.

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  18. evavill dijo:

    El último párrafo es genial.
    Pues opino como Note, la ilusión siempre es buena compañera.
    Luego viene la desilusión y así sucesivamente.

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  19. No sé por qué, pero siempre me ha parecido que eso de sacudirse las plumas (o el pelaje como los perros) después de un mal rollo «amoroso» es como una declaración de intenciones: ya sabes, un «Que te den, guapo, tú te lo pierdes». Será una tontería, pero hace que me sienta muchísimo mejor… Besotes.

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