La ribera

Estacionó frente a un alcornoque descorchado levantando una nube de polvillo que volvió a caer sobre la carrocería como lluvia sucia. La imagen del tronco despojado de la corteza le provocaba la misma sensación de desasosiego que vestirse de sport, sin sus sobrios trajes de chaqueta gris marengo cortados a medida, como mandan los cánones de la elegancia. Alguna vez lo hacía por darle el gusto a su hija. Anda, papá, ponte ropa más juvenil, que hoy no tienes que ir al banco, le rogaba Clara. Él accedía por no llevarle la contraria, pero en cuanto ponía un pie en la calle tenía que palparse los botones de la bragueta para comprobar que estaban bien cerrados, tan desnudo se sentía.

Se dejó resbalar hasta la orilla y, llevado por un impulso, se metió en el agua con las botas puestas —cuero de calidad superior, esto le dura toda la vida; se lo digo yo, Don Ramón: son las mismas que utiliza el Rey en sus cacerías—. El río Yeguas fluía apacible y escaso de caudal a finales de julio, amansados los bríos en el embalse navegable aguas arriba. Quién nos ha visto y quién nos ve, Yeguas, musitó el hombre, y salió del agua al sentir que la humedad calaba el cuero digno de reyes.

A poco de casarse con Encarnita se lo dijo: lo de inspector de hacienda es solo el comienzo. No era una bravuconada: se sabía listo y con don de gentes. «Es que tú tienes mucha inteligencia emocional, Ramón», Encarnita lo miraba con ojos arrobados. ¿De dónde había sacado aquello su mujer? Seguramente de uno de esos programas pseudocientíficos que tanto le gustaban. Le hizo gracia el comentario, como se lo hacía ser objeto de su adoración. Está mal que lo diga —rió sin ganas—, pero las mujeres siempre han bebido los vientos por mí.

Todo fue tan rápido… secretario de gabinete, jefe de campaña y —su mayor logro—, persona de confianza del presidente. Encarnita en cambio… tan poquita cosa, tan acostumbrada a mantenerse en segundo plano. En las fotografías de papel cuché, rodeada por las esposas de altos funcionarios, recordaba al ama de casa que abre la puerta secándose las manos en el delantal tiznado de harina. Encarnita aferrada a su brazo, siempre un par de pasos por detrás; Encarnita con traje de diseño deslucido por unos zapatos anchos como barcazas para acomodar los dedos artítricos; Encarnita sonriendo forzada a la prensa en un coctail en el que él se desenvuelve como pez en el agua; Encarnita con el pelo cardado y exceso de laca; Encarnita desbancada por su sustituta, tan elegante, tan ingeniosa, tan hambrienta de poder como él.

Cuando las cosas se complicaron —Ramón: sé de buena fuente que la UCO te investiga; será mejor que no volvamos a hablar hasta que se calmen las aguas—, creyó que todo se reduciría a un par de llamadas. A la camaradería inicial —no te preocupes, hombre, esto no es más que un malentendido, pero será mejor que no hablemos; ya sabes, por lo de los pinchazos telefónicos—, siguieron las evasivas —no, lo siento, el Sr. Rodríguez está reunido, pero no se preocupe Don Ramón que le paso su mensaje en cuanto lo vea—, y después el desconocimiento —por supuesto que he coincidido en actos oficiales con la persona por la que usted me pregunta. Lo que niego tajantemente es que haya relación de amistad alguna entre nosotros—. El linchamiento público vino al poco, precipitado por la amplia cobertura mediática.

El hombre volvió a fundirse con el espíritu del río, la vista inmóvil en los cantos rodados, los pensamientos fluyendo al ritmo plácido de las aguas.

Nada de eso me amilanaba, Yeguas: tengo alma de cazador. Sé replegarme a la espera del momento propicio, aguardando a que la presa se confíe. ¡Ay de ésta cuando abandona su escondrijo! Me humedezco los labios resecos con la lengua y apunto con parsimonia, sin prisas, justo entre las astas, en medio de la testuz. El chasquido de la bala al fracturar la osamenta; el choque de las cuernas contra el suelo; la sensación de ser Dios me enardece. Tengo información incriminatoria Yeguas, y deseos de divulgarla. Quiero morir matando.

Pero me ha llamado Encarnita. ¿Te imaginas? No hablaba con ella desde el divorcio, bueno ni eso, porque lo arreglaron nuestros abogados. ¿Y sabes qué? Me emocioné al oír su voz cálida.

—Ramón —estaba asustada—, me han dicho que te pienses muy bien lo que haces porque irán a por nuestra hija. Irán a por ella, a por mi pobre hija que nada ha hecho. No amenazan en balde, lo presiento.

—¿Pero qué dices, Encarna? ¿Quién se ha puesto en contacto contigo?

—Por favor, Ramón, no dejes que la arrastren por el fango. Lo harán, estoy segura. Tú y yo ya hemos vivido nuestras vidas. La de ella acaba de empezar. Por favor, arréglalo. Eres inteligente y sabes lo que debes hacer. Ramón, si alguna vez me quisiste…

¿Qué otra cosa puedo hacer, Yeguas? Mi inteligencia emocional está tan agotada como tus aguas. Ya no somos lo que éramos, amigo.

Se encaminó hacia el vehículo. Con el motor al ralentí marcó el teléfono conocido:

—¿Antonio, eres tú? Lamento llamarte tan tarde pero me han surgido algunos asuntos de última hora. Estoy a medio camino de Jaén… calculo que llegaré de madrugada. Contad conmigo para la montería. Sí, esta vez no me rajo. Dile a los demás que nos vemos en el desayuno, ¿de acuerdo? No, no te preocupes, llevo una muda y mi propia escopeta. Por cierto, ¿tienes el teléfono de mi mujer? No, el de Encarnita. Por si necesitas hablar con ella. Esto… Antonio… gracias por tu amistad.

Antonio colgó extrañado, se encogió los hombros y franqueó el portón del coto.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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16 respuestas a La ribera

    • ¡Desde luego que sí! Pero en este relato, más que hablar de las ansias de riqueza o de poder, me atraía la historia «pequeñita», lo que hace que un hombre curtido en bandeárselas en la vida, decida quitársela… siempre he creído que detrás de esa decisión hay más deseo de proteger a quienes se quiere que miedo a la «deshonra y a la pérdida de la honorabilidad».. aunque quien sabe… Besitos.

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  1. Magdalena dijo:

    Muchas veces compramos el dinero demasiado caro. Decía Schopenhauer : » La riqueza es como el agua salada, cuanto más se bebe, más sed da «.
    Muy bueno, guapa.
    Besiños palmeiráns.

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  2. ¡Magnífico Schopenhauer y tú, por encontrar siempre la frase oportuna! Gracia por leerme, Magdalena.

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  3. Magdalena dijo:

    Es un placer hacerlo. ¿ A quién le amarga un dulce ?

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  4. lunapaniagua dijo:

    Esto me suena…
    Soy una pesada, siempre te digo lo mismo, pero no dejo de asombrarme con tus descripciones. Un abrazo.

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  5. Se lo decía a «noteclaves» hace un ratito; de vuelta a casa, de regreso a las historias hermosas. En este caso una crónica muy bien hilada: don Ramón y su ambición (me ha gustado lo de la bragueta; muy gráfico y atinado), el río Yaguas apaciguado y sometido (nada es lo que era cuando se siente el tiempo pasar), Encarnita en su papel de madre (que bueno lo de la inteligencia emocional) y ya, por fin, ese tal Antonio cerrando la puerta).
    Me gustan tus relatos, y mucho además. ¡¡Un abrazo!!

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  6. Sí, hay que ver para que cantidad de cosas sirven las braguetas… :-). ¡Bienvenido a casa aunque me da la impresión de que eso significa el final de las vacaciones! ¿Tendremos la suerte de que llegue ahora «montaña y sus caminos (3)»? Que sepas que estoy a la espera y no creo que sea la única… Un abrazo gordo.

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  7. Seguro que funciona así, como describes acertadamente, ese peligro de saber demasiado, esa angustia al temer por los nuestros…(no tendrán conciencia ni arrepentimientos, pero miedo sí ) Abrazos para Máximo y todos sus comentaristas

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  8. «Siendo la vida como es, uno sueña con vengarse» Vila-Matas

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  9. ¿Serviría para encontrarse mejor? Besos, noteclaves.

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  10. aspavienta dijo:

    Estupendo relato. Qué final tan inesperado y tan obvio en estos días. Y sin embargo yo creo que detrás de esos actos hay una cobardía tremenda:
    Me encantan tus historias

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  11. Gracias por tu amable comentario, Aspavienta. ¡Un placer tenerte por aquí!

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