—Nos metíamos con los calzoncillos de Eugeni igual que presumíamos de nuestras hazañas sexuales o del tamaño de nuestros pitos, si me permite la franqueza: no eran más que bobadas y bravuconadas de vestuario. Alguien decía: «Coño, Eugeni, hay que ver cómo te gustan los calzoncillos de maricón. Pareces un boys de esos». Él se ponía entonces en posición de firmes, las manos enlazadas a la espalda con las botas reglamentarias por única prenda, y respondía a carcajadas: «¡Qué más quisierais que vuestras señoras os comprasen gayumbos sexis como estos, atajo de capullos!», y empezaba a bascular las nalgas hasta que todos silbábamos como locos y le llamábamos tía buena.
El sargento de los bomberos voluntarios guarda silencio a la espera de que la reportera concluya las notas taquigráficas. Ha rechazado el uso de grabadora porque se conoce; teme decir alguna inconveniencia y que su voz quede registrada.
—Se lo advierto, señorita: me da lo mismo lo que la prensa dijese entonces. Eugeni era un hombre íntegro, buen marido y mejor padre. Si accedo a contestar a sus preguntas es por la única razón de aclarar lo sucedido. Le ruego que en su artículo reproduzca fielmente mis palabras y no añada nada de su cosecha.
La periodista se lo asegura y, con gesto amable, le insta a continuar.
—A mí el rollo maricón siempre me ha dado un poco de asco, ¿entiende? Por eso aún ahora me cuesta creerlo. Eugeni, el tipo más temerario que he conocido, mi compañero de lucha libre y un figura jugando al frontón. Eugeni, mi mejor amigo, con el que lo había compartido todo. ¿Cómo pudo ocultármelo? ¿Cómo pude no darme cuenta? —La voz del sargento se quiebra—. ¿Y qué habría hecho de haberlo sabido? No transcriba esta última parte, señorita.
***
—Maruxa era un poco tola —explica la mujer a la reportera—, y no paró hasta que se casó con el Antón. Sus padres no lo querían por yerno porque decían que era medio tonto y borrachín, pero Maruxa se subió al poyete de la ventana y juró tirarse si no la dejaban casar. No creo que quisiera hacerlo, pero el poyete estaba picado de verdín y cagadas de gaviota, y abajo se fue la rapaza, aleteando en el aire y gritando como una posesa. Quedó prendida entre los cables eléctricos, tan abierta de brazos y piernas que hasta las tetillas se le veían. Cayó antes de que consiguieran bajarla, pero el cable amortiguó el golpe y solo se partió la lengua con los dientes. La punta salió disparada limpiamente y se quedó allí, pegada como un manchurrón a la fachada recién encalada. La doctora Serra la despegó con un bisturí y la guardó en una cajita con hielo. Después se la cosió a Maruxa. Así, tal cual se lo cuento. Cuando Serra llegó al pueblo para ocupar la plaza de Don Sarafín al que Dios tenga en su gloria, no dábamos crédito a nuestros ojos: era una muller. Y joven, además. «Esto es cosa de Madrid, que le importamos un carallo», se lamentaban los vecinos. Pero ya ve: después de lo de la lengua, que nadie nos tocase a la doctora…
***
—Pruébelas: las he hecho esta misma mañana. —La maestra aproxima a la periodista el plato de galletitas de manteca. Los cafés humean sobre la mesa camilla—. La familia Serra lo tuvo difícil al principio: lo de que nos enviasen una mujer no gustó nada en el pueblo. Eran otros tiempos, ¿sabe usted? La doctora, que no tenía un pelo de tonta, puso una hornacina a la puerta del consultorio, y encima un San Pantaleón con una vela de aceite que los pacientes encendían antes de entrar; y que quiere que le diga, el detalle fue muy del agrado de todos, porque el patrón de los enfermos es un santo muy milagrero. Después pasó lo de Maruxa, que no paraba de presumir de lengua recosida porque decía que ahora hablaba como las señoritas de ciudad, y ya todo fueron alabanzas para la doctora. Eugeni congenió de inmediato con los bomberos voluntarios. No sé que tenía ese hombre, pero a todos caía bien, tan dulce siempre. Los hijos del matrimonio nacieron en el pueblo. El mayor y el mediano fueron alumnos míos; muy buenos, por cierto. Con el pequeño hubo alguna complicación durante el parto —ya ve, en casa del herrero, cuchillo de palo— y poco más podía hacer la familia que cuidar de que no se hiciese daño. La madre se desvivía por el rapaz, pero al niño le dio por golpearse la cabeza de seguido y solo se calmaba si estaba cerca de Eugeni; tanto es así que el sargento le permitió tenerlo en el parque de bomberos. Total, el pobre chaval no hacía más que balancearse adelante y atrás sin apartar los ojos del padre… No tuvo suerte esa familia, no. Y mira que eran buenos.
***
—Algo cambió en Eugeni desde lo del meniño. —El tabernero se presiona las sienes tratando de rememorar los detalles después del tiempo transcurrido—. Bebía más, aunque nunca lo vi borracho. Estaba empeñado en encontrar un tratamiento para el hijo y viajaba a Vigo con frecuencia buscando un especialista; docenas de desplazamientos infructuosos. «Está perdiendo la salud a chorros. ¡Qué cruz tienen con ese pobre niño!» —me cuchicheaba mi mujer en cuanto lo veía entrar en el bar—. ¿Qué si nos creíamos lo de las visitas al especialista? A pies juntillas, señorita. Uno del pueblo al que apodaban Bocainfernal contaba, a quien quisiera oirle, que lo habían visto por la zona de los chaperos, pero como tenía fama de maledicente, nadie le daba pábulo. Y además, ¿qué sabía él si no salía de la taberna?
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—No fue más que otra redada de opereta para aparentar que se hacía algo contra los mafias de la droga —apúntelo así, tal cual se lo cuento—. Putas, chaperos, borrachines, mendigos, traficantes de chichivaina, yonquis a los que no quedaba ni alma que vender: todos cayeron. La operación fue un éxito por partida doble: los políticos se vanagloriaban de haber limpiado las calles. Los capos se felicitaban por la desaparición de unos pobres diablos de los que nada más podían obtener y que pronto reemplazarían por savia nueva. Que Eugeni estuviese allí fue pura casualidad. Y si no lo fue, ¿a quién le importaba? Era un buen hombre, y ni su mujer ni sus hijos merecían haber sido relacionados con todo aquello. La prensa fue terrible, señorita. ¿Eran necesarios tantos detalles?
***
—Dieron con él a la salida del sol, de casualidad. Ni en esto tuvo suerte Eugeni: allí estaba congregada la mitad del pueblo, con las cestas de castaño al brazo y las caras de incredulidad; por lo de la temporada de setas, ¿sabe? Tres días habían pasado desde la desaparición y algo debía temerse la doctora porque envió a los niños a Tarragona, a casa de los abuelos. El cuerpo se había hundido en la tierra blanda por la lluvia y algunas hierbas audaces buscaban la luz entre su pelo, dando la sensación de haber germinado allí mismo. Tenía las piernas y brazos mordisqueados y teñidos de sangre aún fresca y las hormigas le cubrían la cara, formando una masa parduzca en la zona donde había caído el vómito. Alguien gritó «¡Parpadea!» y los hombres se abalanzaron sobre las alimañas golpeándolas con las varas de destapar las setas, y ni por esas se iban. Lo cargaron entre cuatro. Los niños corrieron monte abajo, en dirección al pueblo, para llamar a la doctora, pero la encontraron a mitad de camino. Había tenido un mal pálpito.
***
—Alicia Serra lo sabía cuando se casó con él, querida. —La reportera parece sorprendida por la afirmación de la maestra—. Lo sabía perfectamente y lo hizo para protegerlo. Nunca le hubiesen perdonado su inclinación, menos aún sus padres. Eugeni era un hombre bueno pero débil: no habría podido enfrentarse a ello solo. Y si Alicia Serra entendió a su marido y jamás lo juzgó, ¿quiénes éramos nosotros para hacerlo? Dígalo en su artículo, por favor: esta es la historia de dos personas que se amaron por encima de todo.
***
La gente del pueblo, cohibida, se mantiene a una distancia prudencial, sin saber muy bien qué hacer. Una mujer se desata la pañoleta y la entrega a una de las niñas. La rapaza se acerca y limpia tímidamente los insectos que recorren la cara de Alicia. La doctora acuna el cuerpo de Eugeni y le canta, muy bajito, una nana.
Ay ay, me he reído un montón y me he sentido fatal por reírme… Buenísimo. ¡Te he echado de menos!
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¡Yo también tenía mono de tus cuentos! ¿Recuerdas aquel titulado «Órdago de amor» en el que él sabía y ella no? Empecé a darle vueltas a la idea de que fuese ella quien supiese y recordé esta historia que en su momento me impactó mucho… ¡Un besote!
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Sí, ya recuerdo que comentaste que conocías algún caso. La historia es muy triste, pero te ha quedado genial, me has hecho pasar de la risa a la pena en cada párrafo…
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Un relato coral muy bien hilvanado y mejor escrito. Y no estoy exagerando. Hay tantas historias en está historia… Me ha gustado sobremanera ese sargento de los bomberos a quien el rollo maricón le da un poco de asco pero que si llega a saber lo del Eugeni, vete tú a saber lo que hubiera pasado (señorita, no transcriba estás palabras, se lo ruego). Me ha gustado aún más la mujer de Eugeni, lista, buena doctora y mejor persona. Y me ha gustado la mujer que desata su pañoleta y se la entrega a una niña para que le limpie el rostro de Alicia. Vamos…; que me ha gustado muchísimo. Un abrazo compañera.
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¡Sí que estás exagerando, pero me encanta! Cuando escribo un cuento siempre temo traspasar esa finísima línea que separa lo emotivo de la sensiblero y no estoy muy segura de no haber caído en la ñoñería, pero cuando leo tus comentarios, veo los relatos de otra manera (ya te lo dije alguna vez, pero es rigurosamente cierto). Un abrazo, compañero.
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Esta tragedia me ha llegado a los centros y ha dolido. Mientras leo los comentarios de los vecinos (perfectas pinceladas humanas) me va llegando a oleadas la angustia de ese vivir escondido. Hondo y sutil relato 👉💪👈👏👏
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En mi defensa diré que me río por cómo lo cuenta, no por lo que cuenta. Me encanta el humor de Carmen (vale, sí, y me da mucha envidia).
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Admirada Luna: Carmen es muy buena, sí y creo que no es mala cosa envidiar su arte, ni partirse de risa con las entrevistas de «sitúsupieras»,¡son auténticas! Ahora, una cosa te digo (*levanta la mano con el dedo índice provocativo, se limpia los bordes de la boca y termina el gesto con un medio giro hasta darse una palmada en el muslo)
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(Después del chasquido sigue)Usted, señora Luna, es muy buena y lo sabe😎
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Oooooh, no me he llevado regañina 🙂
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Ese comentario venido de alguien capaz de hacerte reír y llorar al mismo tiempo, vale un potosí. Gracias, noteclaves.
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¡Me parto con vosotros dos! ¡Sois la leche y, sinceramente, creo que formamos un grupo estupendo!
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Sí, ¿verdad? Cosas del destino virtual 🙂
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Cómo se te ha echado de menos… He de decir que ya no solo me he enganchado a tus tremendos relatos si no al «pack» de relato y comentarios… Efectivamente hacéis un grupo estupendo!!
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¡Gracias, anónimo! Estoy de acuerdo: ¡el equipo de comentaristas es de lo mejorcito! Un abrazo y muchas gracias por leerme.
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No era mi intención guardar el anonimato… Mi movil hace cosas raras!
Soy raquel:)
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…y por aqui hay una gran cancion que dice: ♪♫ «veni Raquel veni con los muchachos …♪♪♪…veni Raquel te vas a divertir…♫♫♪ …☺☺☺
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¡Mi princesa! Esta es la mejor forma de terminar el día…
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Carmen, que agregar que no sea un «Disaster», muy bueno por demas.
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Hola, Daxiel: ¡también se te echaba de menos!
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¿Y a mí no me echabas en falta? Con tanto admirador…, no me extraña.
Continúo sin ordenador y, aunque anoche me facilitaron uno, no doy pie con bola: soy de piñón fijo y si me cambian el chip… El caso es que tus comentaristas lo dicen todo y me dejan poca opción.
Sólo puedo decir que me ha encantado tu relato y que lo de «si tu supieras» tiene reminiscencias gallegas. Algo siempre queda…
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¿Pero cómo no iba a echar de menos a mi crítica favorita? Sabía lo de tu ordenador y estaba a la espera de que lo recuperases…. ¡Tiene muchíiiisimo de reminiscencia gallega y, la verdad, me hubiese encantado saber gallego para poder permitirme algunas de esos dichos populares que tu tan bien bordas… Un beso gordo.
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La que te echa de menos ahora soy yo, pero… Tengo tus relatos que suplen tu presencia.
Precioso, Carmen. Me ha encantado.
Besiños palmeiráns.
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Ay, ¡qué rápido ha pasado el tiempo y qué cortito ha sido! Ha sido un placer veros, Magdalena y he/hemos disfrutado muchísimo con vosotros. ¡Eres la perfecta anfitriona, la perfecta cocinera y una apasionada de la lectura! ¿Se puede pedir más? Besines desde los madriles.
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Gracias, Carmen, no soy merecedora de esos elogios pero viniendo de ti, es un honor.
Besiños palmeiráns
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