El hormiguero

El parque recién podado huele a primavera, a risa infantil, a alegría de vivir y a abono. Y aquí estoy yo, frente a un montón de niños correteantes y chillones, mareada por el olor a bosta, esperando a mi amiga de siempre y preguntándome cómo se torcerá mi vida esta vez.

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La niña pisotea las hormigas. No hay ensañamiento, más bien meticulosidad. Aplasta la hilera a la pata coja, alternando entre un pie y el otro con un brinquito que le levanta la falda. ¿Qué haces?, pregunta su compañera extrañada. Matar hormigas. ¿Y no te da pena matarlas? Qué va, si hay muchísimas. Y añade: ¿quieres jugar? ¿A la comba? No, tonta: a pisarlas.

Guarda silencio pero no aparta los ojos de las bailarinas que se hincan en la hierba, enterrando a los insectos, ni de la falda de vuelo que sube y baja. La niña salta y salta, respetando la entrada del hormiguero para prolongar la diversión. Y la otra la mira embobada pensando que, aunque no pise las hormigas, también ella debe ser mala, porque lo que más desea del mundo es que Pauli la siga considerando su mejor amiga.

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En un extremo del patio está sentada la nueva, con la cabeza gacha, las manos estirando una y otra vez los calcetines escolares como si le fuera la vida en ello. Mira de refilón al grupito que ríe señalándola y nota que le arden las orejas. Hunde la barbilla en el pecho para que el pelo le oculte la cara hasta que suene el timbre de inicio de clases.

—¿Por qué no dejas que venga? —pregunta la niña a Pauli.

—Es asquerosa, con esa piel llena de manchas. Apuesto a que es contagioso. Dile que la próxima vez que quiera mear, que lo haga en el baño de los chicos. Y ni se te ocurra tocarla.

La niña camina hacia la otra para transmitirle la orden, pero no le sale, viéndola tan pequeña y encogida, con los calcetines tocándole las rodillas de tanto estirarlos. Se mantiene a distancia de ella porque sabe que las demás la están mirando.

—Me ha dicho mi madre que eso se llama vitíligo y que no se pega. ¿Pica?

Niega con la cabeza, sin alzarla.

—No me gusta lo que te hacen. ¿Quieres que nos veamos por la tarde sin que se entere Pauli?

La nueva no dice ni que sí ni que no.

—Bueno, pues me voy. Es que no me quiero pasar el recreo marginada como tú —añade disculpándose.

Regresa corriendo con el grupo y se suma a sus risas. Pauli le pasa el brazo por el cuello.

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En el instituto siguen juntas, hermanadas. Cata es buena estudiante; Pauli algo menos, pero va sacando el curso. He conseguido el examen final de historia, le susurra a Catalina, a mediados de mayo, mientras comparten un bocadillo de mortadela en el parque, sentadas en el respaldo de un banco tapizado de moho y excrementos de pájaro. Su amiga se atraganta y tose: ¿Pero cómo…? La puerta de la sala de profesores estaba abierta y… bueno, aquí está. —Saca el folio de debajo de la falda—. Anda, Paulita, tienes que hacérmelo para que pueda dar el cambiazo: necesito una nota decente para entrar en la universidad.

Doña Rosario, por lo habitual tranquila, está tan enfadada que se le agolpan dos bolitas blancuzcas en las comisuras de los labios. Los mismos errores, habéis cometido los mismos errores, ¡incluso ortográficos! —trata de mantener la templanza, pero le puede la ira y una de las bolitas se descuelga, por el peso de la saliva, y se pega en su pechera de nodriza—. ¿Pero creéis que me chupo el dedo? No voy a preguntar quién de las dos ha copiado; lo intuyo. Solo te diré, Catalina, que el examen estaba para un ocho, pero examen hecho a dos manos, calificación repartida: os toca un cuatro a cada una. ¡Nos vemos en septiembre!

A la salida, Pauli le propina un codazo afectuoso. Cata, con un suspiro, se despide de entrar en la facultad de veterinaria.

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Se enamoró de él por su olor. Así, sin más. Olor a caballo que galopa contra el viento, le confesó a Pauli, en un arranque poético. ¿Olor a caballo después de una galopada? Suena asqueroso, Catalina. Y Catalina tuvo que reconocer que, en boca de su amiga, la comparación perdía mucho.

El noviazgo había transcurrido sin grandes sobresaltos, entre estudios renqueantes, calimochos compartidos, conversaciones filosóficas y sexo adobado con el humo de los canutos. ¿Cuándo vas a cortarte el pelo?, le preguntaba ella de tanto en tanto, notando cambios sutiles en su aspecto. «El león no necesita melena para ser reconocido en la pradera; en la ciudad, sí». ¿Qué diablos querrá decir con eso?, se preguntaba Catalina dispuesta a darle un ultimátum. Pero entonces le llegaba el perfume a caballo, o lo que fuera, y la mente se le quedaba en blanco.

Ni siquiera fue él quien llamó. Lo hizo Paula desde la estación de autobuses de Zamora. «Nos vamos a Galicia, Cata. Estamos hartos de Madrid… en el fondo esta ciudad es tan pueblerina… Necesitamos cambiar de aires».

—¿Necesitamos, Pauli? ¿Quién se va contigo? —un hormigueo nervioso le recorrió las piernas al escuchar el plural.

—No te hagas la tonta: lo sabes perfectamente. En realidad te estoy haciendo un favor —la voz sonaba pragmática y amistosa—. Ramón no es para ti; nunca lo ha sido. Eres tan convencional… y él es un alma libre, como yo. Agur, Catalina, nos vemos.

Partió a buscarlo meses después, acompañada por la madre de él al volante de un Seat 600, con un palo encajado en el capo trasero para refrigerar el motor. Encontraron al alcalde de Negueira ordeñando a las cabras. El hombre se veía incómodo, luchando por encontrar unas palabras que ante un varón le hubieran salido fluidas. «No me malentiendan, los de la comuna no molestan moito pero que el chaval ande en cueros por el pueblo co cu ao aire como un can no gusta a las mulleres. Bueno, ni a los homes. Y, coño, cualquier día os rapaces tiranlle unha pedra y lo vuelven aún más tolo».

Dieron con él al atardecer: aullaba a la luna incipiente y se agazapó al verlos. No pudieron meterlo en el seiscientos pero el alcalde aceptó llevarlo en el carro de bueyes. «Tápenle el carallo al menos», dijo. Los dejó en el apeadero. Viajaron en el último vagón, él acuclillado en el suelo; ella recostada entre la puerta de salida y la del vater. La madre de Ramón regresó a Madrid por carretera con la pena encajada en el alma y el mismo palo levantando el capó trasero.

—¿Puedo echarme un pito aquí? —pregunta el recién llegado—. En mi compartimento van todos dormidos.

El muchacho es divertido y Cata se siente a gusto a su lado, necesitada de aire fresco. Tu amigo no es muy sociable, ¿verdad?, pregunta el joven tras ofrecer un cigarrillo al cuerpo acuclillado. Ramón no hace ademán de cogerlo pero sigue las circunvoluciones de la mano del hombre —la musculatura en tensión, las pupilas convertidas en dos puntos incandescentes e inmóviles—. Ahora la pareja ríe a carcajadas. Ahora sus hombros se aproximan y alejan, empujados por el traqueteo del tren. Ahora vuelven a rozarse. Es este roce inocente el que precipita la embestida: el león de la pradera lanza un alarido enajenado y todo se vuelven gritos.

Fue necesaria la intervención del revisor y de dos pasajeros para confinar a Ramón en el vater, la falange visible entre los dientes. De allí lo sacaron los efectivos de la unidad psiquiátrica del Samur, después de inyectar un tranquilizante de caballo a aquel joven tan agradable que había perdido el meñique en la refriega.

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«Cata, no seas rencorosa y contesta; sé que estás ahí: te estoy oyendo respirar por el aparato. Reconócelo: te he quitado un muerto de encima. Ramón era un pusilánime y nosotras siempre hemos odiado la debilidad, ¿verdad Cata? Además, ¡hay tantos hombres en el mundo!… son como hormigas. Te espero esta tarde en nuestro parque. ¡Tengo tanto que contarte…!».

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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27 respuestas a El hormiguero

  1. lunapaniagua dijo:

    Me ha encantado, cómo no. Leo la primera frase y pienso: «Buenísima, luego se lo comento», pero sigo leyendo y voy pensando: «Y esta, y esta, y… » y no puedo quedarme con una. Otra vez he vuelto a leerlo, porque me fijo tanto en tus perfectas y originalísimas descripciones (¿será eso que dicen de leer como escritor?) que se me difumina la trama. Y también tiene lo suyo… Me ha hecho recordar a las «malotas» del colegio, que nunca entenderé por qué siempre eran las que tenían más éxito, y las que les seguían el juego sí o sí. A tener autoestima es una de las cosas que debemos enseñar a nuestros hijos, para que sean capaces de tomar sus propias decisiones aunque signifique no seguir al «ganado». Pero qué complicada la adolescencia…
    Vamos, que me ha parecido perfecto. Un beso.

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  2. Magdalena dijo:

    Opino exactamente igual que Luna. Me ha encantado, Carmen. A veces es necesario ser rencorosa ( no mala) y así poder apartarte de gente que solo sabe mirarse su ombligo.
    Besiños palmeiráns moi cariñosos.

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  3. ¿Qué decir? Pues eso, que ojalá, ahora sí, por fin, Cata le cuelgue el teléfono a Pauli y se libere de su maligna influencia. Por lo demás, el relato está escrito con alma y ritmo y, como el anterior, gira en torno a lo difícil que resulta ejercer la libertad. Nos cuesta liberarnos del control, decir que no, seguir nuestro propio camino. Pero también, quienes ejercen el control, sean amantísimas madres o amigas queridísimas, necesitan abandonar la propia independencia y refugiarse en la relación de control que establecen con los demás. Y me reafirmo. Tus relatos están repletos de hallazgos. La melena de león, el alcalde defensor de la decencia más elemental («Tápenle el carallo al menos»), el palo encajado en el capo trasero del 600… y tantos hombres como hormigas. Una gozada. ¡Ese abrazo compañera!

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  4. He comenzado a leerlo y me parece muy bueno. Por la noche continúo: me han invitado a una fiesta en un pueblo cercano y salimos ya.

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  5. ¡Pues a disfrutar de la fiestuqui!! Un beso gordo.

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  6. Es curioso como nos gusta a veces estar cerca de personas nocivas, solo que cuesta demasiado salir de ese tipo de relaciones, incluso cuando en el fondo siempre se sabe que no convienen. Viví muy de cerca una amistad así y, no sé, ahora lo miro en la distancia y veo las situaciones tan diferentes de como las viví, es como haber estado viajando con un mapa al que le faltaban trozos, que se completan con la imaginación. Otras simplemente me da pensa haber perdido amistades que tanto influyeron en mi vida, y que tantos años estuvieron ahí…

    Fantástico relato. Un abrazo

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  7. ¡Y qué lo digas! De hecho, cuando escribía este cuento (en esta ocasión, basado en hechos «casi reales»), me parecía alucinante haber formado parte de esa historia. ¿Qué te lleva a seguir al lado de alguien que sabes que te hace daño? Y, como bien dices, ¿por qué nos apartamos de personas que tan importantes han sido en nuestra vida? Misterios insondables… ¡Es un placer tenerte por aquí, María!

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  8. mmagarinossanchez dijo:

    Carmen, ¡qué buena eres!, y qué fácilmente cambias de temas, de tonos y de estilos.
    Siempre me secuestras desde las primeras frases.
    Tenemos que hablar.
    Un abrazo muy muy fuerte

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    • ¡No me lo puedo «de creer»! No te puedes imaginar la ilusión que me ha hecho ver este comentario tuyo, la culpable de que me metiese en la aventura de este blog. Por supuesto que tenemos que hablar… ¡hay tantas conversaciones pendientes! Un beso gordísimo.

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  9. Qué bien captas la interioridad de los personajes. Pienso sobre todo en las niñas, en cómo expones lo que sienten y cómo lo sienten. Y en la crueldad que, parece ser, preside las relaciones humanas, y que tal vez sólo se pueda superar con esfuerzo e implicación personal.
    No sé si la infancia es el paraíso o el infiernos perdidos. Presumiblemente ambas cosas.
    Muy buen relato, Carmen, como todos los que he leído hasta ahora. Bien construido, bien desarrollado. Eso sí, las deslealtades, las traiciones, dejan un regusto acre en la boca. Un abrazo.

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    • Querido Antonio: ese comentario venido de un maestro en crear situaciones , sentimientos e interioridades (véase, como muestra, la «Traca gigantesca») se agradece muchísimo. Sí, la infancia debiera tener mucho más de paraíso que de infierno y, aun así, cuando vuelvo la vista atrás, no es una época que recuerde con especial cariño…

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  10. Por desgracia pocos centros escolares se ven libres de ese tipo de elementos. No suelen ser alumnos que destaquen en los estudios, pero gozan de un atractivo especial que encandila a bastantes compañeros. Otros se unen al grupo por temor a quedar marginados, como le sucedía a Cata.
    Conocí a un chico con una calificación brillante, tanto que año tras año recibía el premio en buena conducta y aplicación. De repente sus notas comenzaron a descender de forma acelerada. Ni sus padres ni el tutor daban crédito al cambio operado en el chaval sin razón aparente. Al final el muchacho confesó que prefería bajar las notas y renunciar a cualquier premio con tal de que el matón de la clase le dejase tranquilo.
    Creo que la actitud de estos escolares se debe a que sufrieron o sufren carencias emocionales que les crean inseguridades y el hecho de descargar con los demás su ira contenida es como una reafirmación de su personalidad. Lo pienso, pero como no soy psicóloga…
    El remedio o la ayuda que han de aplicar los padres con sus hijos para ayudarles a liberarse del
    yugo de estos compañeros incómodos la expone muy bien Luna.
    Todavía me quedan cosas, pero me he extendido demasiado y las dejo para otra ocasión: lo del Seat 600, por ejemplo, me sugiere una divertida historia…
    Me dejas turulata con tu caudal de imaginación. Biquiños

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    • Conozco la historia de ese chico y también los muchos esfuerzos que has hecho en tu vida profesional por sacar adelante a chavales problemáticos o con problemas, así que, psicóloga o no, hablas con conocimiento de causa. Como dice Luna, la adolescencia es complicada y, en lo que a los padres se refiere, me temo que pasamos de ser los grandes héroes a los villanos de la película…. ¡menos mal que termina pasando!

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    • Raquela dijo:

      Que maravilla leerte. Tus comentarios siempre son tan acertados.

      Gracias por regalarnos estos ratitos:)

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  11. Raquela dijo:

    Qué pasada de relato!! Tanto detalle real dentro de tanta ficción me ha puesto los pelos de punta!
    Me ha encantado de principio a fin.

    Es entrar en el blog, leer tus relatos y comentarios y sentirme en casa 🙂

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  12. Je, je, ¡pero si lo conoces! Gracias, princesa: es una alegría saber de ti.

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  13. (*mientras se imagina en una terracita de bar de cualquier pueblo, con todos estos blogueros sentados a la mesa y otros que se van añadiendo, robando sillas y pidiendo más cafés y cervezas. Todos ellos con estas pedazos de reflexiones interesantes y lúcidas. Y yo escuchando a todos y asintiendo con la sonrisa, aprovecho un hueco de silencio y digo: ¡Brutal este hormiguero!)

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  14. ¿Te imaginas esa reunión de viejos blogueros en la terracita de un bareto de ese pueblo cualquiera? (la imagino, a saber por qué, a última hora de una tarde de principios de otoño, ya con un poquito de rasca). Blogueros que se conocen por lo que escriben y dibujan… sin más. ¡Apuesto a que sería bastante flipante! Un abrazo, note.

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  15. Daxiel dijo:

    Es tan buena la trama, que atrapa, sin agregar, que no hubieran dicho elogiándole, parece escrito por lo que todos hubiéremos querido ser alguna vez… mosca (doble sentido lunfardo)

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  16. Gracias, Daxiel. No paro de aprender expresiones nuevas contigo. He buscado la palabra «mosca» pero me quedan algunas dudas. Te agradecería tanto que me explicases el significado…¡me encantan las expresiones lunfardas! Un abrazo gordo.

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    • Daxiel dijo:

      Aquí, Carmen, el mosca va en dos sentidos, en lunfardo esta relacionado a quietud, a quieto, pero también esta orientado, al espiar desde un lugar de privilegio donde no te descubren…recibido el abrazo

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  17. Je,je, pues sí, me sentía mosca al escribir este cuento, e incluso un poquito «mosca cojonera» que decimos por aquí…

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