Cuestión de principios

¿Dónde está Felipín?, preguntaba invariablemente la madre durante el recuento nocturno de la prole, galardonada un 18 de julio con el «Premio Provincial de Natalidad» y sus correspondientes quince mil pesetas. «Aa-quí», contestaba una vocecita fina como hilo de sobrehilar. Y al ver al niño amarrado a su delantal la mujer se admiraba de que le hubiera salido tan apocado siendo ella manchega y el marido sargento chusquero del Ejército de Tierra, para qué te voy a contar.

La familia Garmendia, forjada con tesón a base de partos encadenados —algunos de ellos dobles—, engrosaba el Índice del Instituto Nacional de Estadística del año 1945 de nuestro Señor con la nada despreciable cifra de diez hijos, todos ellos varones. Haciendo gala de una encomiable disciplina militar, cada hermano cuidaba del que le seguía por orden de nacimiento y era cuidado, a su vez, por el que le precedía, lo que daba a la unidad familiar el aspecto de intrincado engranaje e incluso de buque acorazado. Quedar con uno de los Garmendia, como ente independiente, era impensable. Ya se tratase de disputar una partida de chapas, de abrirnos la cabeza a pedradas o de intercambiar salivazos con las niñas que acudían al colegio de las Hermanas Doroteas, separado del nuestro por una alambrada mil veces quebrada y parcheada, el Garmendia custodio se presentaba acompañado del Garmendia custodiado quien, por su parte, cargaba con su propio tutelado, y así sucesivamente. Amigarte con uno de los hermanos significaba acoger a un batallón completo de Garmendias. Enemistarte con cualquiera de ellos era aún más peliagudo porque, salvo bajas por impedimento mayor como unas paperas galopantes, una decena de Garmendias te aleccionaban sobre las mieles del amor fraterno hundiéndote la cabeza en el váter de la escuela.

Los hijos fueron más cosa de la mujer que del marido. La próxima es niña, lo presiento, aseguraba ella con ojos acuosos. Yo solo se hacer machotes, se batía en retirada el sargento. Pero la manchega estaba cada vez más empecinada y el militar, que por muy sargento chusquero que fuese, conocía la tozudez de su mujer, aceptaba a regañadientes una nueva intentona.

Si el nacimiento de los diez primeros Garmendia fue el acontecimiento cuartelario del año por el tamaño, peso y constitución de unos recién nacidos preparados para ingresar en las Fuerzas Armadas en tiempo récord, el de Felipín lo fue por motivo diferente. Enclenque, amarillento y barrigón, el niño había heredado la exuberancia capilar del padre en forma de isletas de un fino y negrísimo vello que pespunteaba los pequeños hombros, se adensaba a la altura de los omóplatos, perfilaba sinuoso la diminuta columna y tapizaba unas nalgas enjutas rematadas por un protuberancia coloradota, aunque esto último bien podía ser un efecto visual debido a la ausencia de carnosidades.

La comadrona felicitó a los padres con un escueto «Todo ha ido bien» y abandonó la estancia con fingido apresuramiento profesional. «Parece… parece un alacrán» —el sargento buscaba abatido una explicación en boca de la esposa, que no recibió—. En su lugar, la mujer vistió el cuerpecillo del niño, pidió al consternado sargento que cerrase las contraventanas para evitar deslumbramientos a aquellos ojitos enrojecidos sin parpados, y acunó a la criatura abrazándola contra su pecho. Después hizo entrar a la prole para que conociese al benjamín de la casa.

Felipín creció diferente a los demás, protegido por sus hermanos. Aunque no los viésemos, presentíamos a los Garmendia merodeando por el patio, y esa presencia intangible levantaba entre nosotros y el pequeño tullido un grueso muro —no por invisible menos inexpugnable— cuyo espesor no bastaba, sin embargo, para librarnos de la voz quebradiza, aguda y vibrátil del niño, semejante al zumbido de una mosca.

Con el tiempo, optamos por olvidar al Garmendia pequeño, conscientes de que meternos con él nos acarrearía más sinsabores que entretenimientos. El que no podía sacárselo de la cabeza era don Marcelino, convencido de que trastorno fonológico de su alumno suponía un obstáculo insalvable hacia la felicidad adulta. Decidió consultarlo con el director de la escuela. Y como era hombre de acción, fue directo al grano.

—Respóndame con sinceridad, señor Director: ¿le agradaría que su propio hijo hablase así?

El director de la escuela solo tenía —hasta donde él sabía— un vástago no reconocido, fruto de una relación extramatrimonial que todavía le brindaba alegrías, así que prefirió no adentrarse en ese terreno. Lo que sí reconoció ante don Marcelino, con absoluta sinceridad, es que la voz del pequeño de los Garmendia era francamente desagradable aunque, a su juicio, también sincero, ese era el menor de los problemas del niño.

Nada más necesitaba el maestro para tomar cartas en el asunto.

—Garmendia: súbase al pupitre y recítenos «el perro de san Roque no tiene rabo porque Ramón Rodríguez se lo ha robado».

Felipín se encaramó en la mesa, ante un alumnado expectante, e inflando los carrillos como quien se dispone a hinchar un globo agujereado, bisbiseó «el pee-go de goque» y ahí se quedó, enmudecido.

—Estoy seguro de que puede hacerlo mucho mejor, señor Garmendia.

Todos mirábamos a Felipín.

—Pe-gooooooo —repitió éste, la yugular sobresaliendo, azulada, en el cuello enflaquecido.

—No se haga el gracioso conmigo, Felipe. —De la voz del maestro había desaparecido todo rastro de amabilidad.

Los ojos sin párpados se anegaron de lágrimas.

—¿No pensará ponerse a llorar como una niña, verdad? Repítalo bien si no quiere que le castigue.

Felipín balanceó la cabeza hacia atrás, inspiró hasta reventarse los pulmones y, con una expiración sobrehumana, emitió un graznido que tenía más de eructo que de fonema. La explosiva vaharada tuvo el efecto de liberar las cuerdas vocales del muchacho que comenzó a bramar «pe-go, pe-go» con irrefrenable frenesí al tiempo que una mancha humillante se extendía por los pantalones cortos. Siguió chillando, sin atreverse a descender de las alturas, mientras el riachuelo de orín correteaba por la superficie del pupitre y se precipitaba sobre las losetas del suelo escolar con alegre chapoteo.

Avisada, la madre se presentó en el colegio, acompañada del primogénito y del siguiente hijo por cronología. Corrió hacia el niño aun balbuceante e hizo cuanto había hecho la mañana del nacimiento: cubrió con su abrigo el cuerpecillo tembloroso, lo abrazó contra su pecho y se lo llevó de vuelta a casa.

__

El niño se negó a cambiarse los pantalones meados: con ellos seguía cuando, bien entrada la noche, se los bajó ante el maestro mostrando el culo descarnado. Inmovilizado por los Garmendias quinto y sexto, don Marcelino sintió como el diminuto aguijón, apenas una protuberancia colorada, le taladraba la piel. La letra con sangre entra y nadie me convencerá de lo contrario —musitó el diligente educador con un amago de sonrisa pese al dolor—. Y es que mientras don Marcelino expiraba su último aliento, el benjamín de los Garmendía canturreaba con voz quebradiza, aguda y vibrátil «el perro de San Roque no tiene rabo». Sin trabarse ni una sola vez.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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31 respuestas a Cuestión de principios

  1. Madre mía qué historia gótica te has montado! Envíasela aTim Burton que seguro que monta la película del año. Se lee con verdadera inquietud. (No sé si es eso lo que buscabas) 😉😊😘

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    • ¡Gotiquísima! En realidad creo que se me ha ido un poco la mano. Quería hacer mi pequeña incursión en el mundo de las historias de miedo pero, nada, que no hay manera, ¡al final me salen unas cosas un poco extravagantes! Por cierto, no sé que me pasa últimamente con mis “blogueros de cabecera”. ¡No consigo recibir ninguno de vuestros post. Echaba de menos mi lectura casi diaria de las andanzas de Pablo y acabo de descubrir de no es que no las hubiera, sino que no las recibo. Ay, que penita, pena. Un abrazote, note claves.

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  2. lunapaniagua dijo:

    Me he empezado a reír con el primer Felipín y luego ya no sabía qué hacer porque no tenía claro por dónde ibas a tirar, qué tensión, ja, ja. Buenísimo, completamente imprevisible. Me ha encantado 🙂 Un besote.

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  3. ¡Gotiquísima! En realidad creo que se me ha ido un poco la mano. Quería hacer mi pequeña incursión en el mundo de las historias de miedo pero, nada, que no hay manera, ¡al final me salen unas cosas un poco extravagantes! Por cierto, no sé que me pasa últimamente con mis «blogueros de cabecera». ¡No consigo recibir ninguno de vuestros post. Echaba de menos mi lectura casi diaria de las andanzas de Pablo y acabo de descubrir de no es que no las hubiera, sino que no las recibo. Ay, que penita, pena. Un abrazote, note claves.

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  4. Lo reconozco: ¡soy una auténtica copiota! Trataba de adentrarme en un terreno que tú dominas (el de las historias de tensión con desenlace imprevisible-. Iba a ser un cuento con un final muy oscuro y deprimente, pero entretanto le cogí cariño a Felipín e incluso al maestro y no sabía como despedirme de ellos sin hacerles demasiado daño… Besitos, guapetona.

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  5. Pues yo creo que has creado muy buena atmósfera y eso es lo esencial en una historia de miedo.
    Y otra cosa. Estoy empezando a leer al inspector Disaster, pero me cuesta mucho concentrarme en ese despliegue de vocabulario y de movimiento de cámara (Ahora me encuentro en una situación de mucha ocupación mental y eso influye) La idea me parece súper interesante, las ilustraciones fantásticas

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  6. Las situaciones y descripciones muy divertidas

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  7. Tú imaginación es desbordante

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  8. Como un caballo desbocado😂😂😂

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  9. ¡Me parece increíble que te sientas capaz de enfrentarte a ese reto! Pero te recomiendo que lo dejes hasta hasta que tengas menos ocupación mental, porque de lo contrario, puedes terminar odiándolo -). ¿Me permitirían publicar el precioso dibujo de Pablo? Lo tengo colgado frente al ordenata y cada vez que lo veo me entra la risita floja: el pobrecillo de Pablo, mojando su ¿sobao? en la leche y preguntándose qué demonios es lo que le has colocado en la mesa….

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  10. Es tuyo, querida Carmen. Yo no pongo copyright a nada. Un abrazo y gracias por aguantar mi crítica

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  11. Eduardo dijo:

    Creo que a partir de ahora debes cambiar tu «pen name» a Stephen Queen y convertir al Inspector Disaster, cuando menos, en caballero Templario.

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  12. Me lo pensaré…. ¿qué tal Estefanía Drag-queen? Siempre me han gustado los apellidos compuestos: son tan estilosos…

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  13. ¿Cuándo lograré llegaré la primera? O de los primeros. Aquí el que no corre…se queda a mitad de camino.
    Me lo he leído de un tirón casi sin resuello. Quería seguir leyendo porque me lo estaba pasando en grande, cada párrafo me gustaba más que el anterior, pero me urgía saber cómo habías resuelto acabarlo.
    Inesperado final: lo que comienzas como un relato entre satírico-realista de humor -hasta de tesis pudiera considerarse- lo acabas en tragicomedia (más bien tragedia que comedia).
    ¿Habrá que darle la razón a don Marcelino en eso de que “la letra con sangre entra?
    Me ha encantado, final incuido.

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  14. Yo creo que sí, que habrá que dársela… y estoy segura de que aprender se aprende porque las tortas motivan mucho, pero me da que también se olvida enseguida. De lo que estoy segura es de que el maestro, aunque equivocado, lo hacia con la mejor intención… quizá su castigo fue un poco exagerado. Un beso requetegordo.

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  15. Tony Franco dijo:

    Genial. Muy bueno. Entre 10 siempre hay un monstruo, claro.

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  16. Sí, pero es «nuestro» monstruo. Un abrazo, Tony.

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  17. Una imaginación desbordante y una capacidad para tejer relatos de la leche. En esta ocasión, la España cuartelaria del 45, con su sargento chusquero y su familia numerosa para repoblar la patria esquilmada por la barbarie y su director de colegio con sus relaciones extramatrimoniales bien llevadas… Y ese final en el que la letra con sangre entra, si bien, para variar, la sangre es la del maestro. Y esa madre que cubre el cuerpecillo tembloroso y lo abraza contra su pecho… Y de Felipín, ¿qué habrá sido de él? Una autentica pasada Carmen, una preciosidad.

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  18. ¡Pero que me lo voy a creer, Álvaro! Muchísimas gracias por tus palabras, ¡Si es que cuando leo uno de mis cuentos «recontados» por ti me gustan bastante más y pienso «oye, pues mola bastante»: la imagen de la España cuartelaria con la familia repobladora es un puntazo. Un abrazo, compañero.

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  19. Magdalena dijo:

    Cuentan que Cervantes después de leer el libro de Fernando de Rojas «La celestina» dijo de él : – «Libro en mi entender divino, si encubriera más lo humano». Y yo, haciendo un juego de palabras sobre lo dicho, te digo: – Historia muy humana, sin dejar de ser divina, porque escribes divinamente.
    Besiños palmeiráns.

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  20. Ay, Magdalena, qué bonito lo que me dices. ¡Mil gracias, guapa!

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  21. Anónimo dijo:

    A ti, por esos regalos literarios.

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  22. Qué eficacia expresiva. Las frases se encadenan dejando sin aliento al lector. Este relato me ha trasladado «ipso facto» a otro tiempo. Así se escribe, Carmen. Y ese deseo de tener una niña tras una ristra de varones tan característico de la posguerra. Y al final, vaya jugada del destino, viene Felipín, al que describes con implacable precisión. Es uno de los mejores relatos tuyos que he leído. Aquella escuela rozaba o se adentraba resueltamente en la barbarie (este es un tema sobre el que me gusta matizar y no dogmatizar). La paradoja es que, según parece, el inmolado don Marcelino tenía razón en eso de que la letra con sangre entra. Enhorabuena.

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  23. Gracias, Antonio. No sabes cuánto agradezco tus palabras. Estoy convencida de que incluso en ese entorno que a veces rozaba la crueldad, había excelentes educadores.

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  24. Daxiel dijo:

    Que hermosura de relato/cuento, por favor, las descripciones, los tiempos, como en escalas vas llegando a las imágenes, nítidas, como tus letras, como me dices siempre que puedes…jajaja… un abrazo gordo. ☺

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  25. Otro más gordo para ti, guapetón.

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