La pesca

El consistorio se esforzó lo suyo por modernizar la plaza del pueblo: hasta un rocódromo de esos pusieron. Pero no hubo forma de llevar para allá a la chiquillería. Todos seguían yendo al descampado de la antigua fábrica de celulosa, que nos volvía locos con ese olor al que no te acostumbrabas ni en toda una vida: se te metía en el cerebro y te envenenaba el carácter. Cuando la derruyeron, se alegró el pueblo entero, pero quedó el descampado. Y los chavales acudían a él como moscas: que si va fulanito, que si va menganito, decían. Ya ve usted: si no había más que ratas, cascotes y mercurio.

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Desde el taburete que alguien ha hincado a patadas en la tierra reseca, el niño mira al frente con los ojos muy abiertos, como de perturbado. El resto de los muchachos, en desordenada hilera, vocea y agita al aire las ramitas de longitud desigual que, tomadas al azar por cada uno de ellos, han servido para establecer los turnos. Un adolescente larguirucho, con una pierna retorcida por la polio, entrechoca las muletas para que callen.

—Si cierras los ojos, te toca hacer de miñoca. Si aguantas, ese ocupa tu lugar. —Señala con el mentón al primero de la fila.

El de los ojos de loco asiente.

Con un movimiento ágil, el larguirucho libera los brazos apuntalando las muletas bajo los sobacos y cuenta:

—A la de una, a la dos y ¡a la de tres!

La mano rasga como un trallazo el aire húmedo y golpea al muchacho de los ojos abiertos. Este parpadea de dolor y se tambalea sobre el asiento sin llegar a caer. Al instante, la oreja se tiñe de cárdeno.

—¡Los ha cerrado, los ha cerrado! —jalean los otros.

—¡No es cierto! —Aturdido por el bofetón, el chico bizquea—. Puede que los haya entornado un poco, pero no los he llegado a cerrar.

—Venga, capullo, ¿quieres que pensemos que eres una nena?

El muchacho se apresta a defenderse, pero distingue a la madre esperando al otro lado de la calle con la carretilla de repartir pescado. Corre hacia ella.

—No lo olvides, miñoca. ¡Mañana vamos de pesca! —grita a sus espaldas el de las muletas. No recibe respuesta, quizá porque el otro ya empuja la carretilla vacía.

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Lo encuentran en el camino del roquedal, advertidos por los jirones de camisa que serpentean arrastrados por la brisa. Está enroscado sobre sí mismo bajo el zarzal al que ha tratado de asirse en la caída. Madre e hijo lo aúpan al carro, arrastrándolo como pueden, y amontonan sobre él los aparejos, recogidos aquí y allá. El chico hace ademán de decir algo. No lo hagas, le corta ella: es tu padre y merece respeto. Es cuanto hablan en el camino de vuelta, pero el pensamiento va por libre y el niño piensa, sin dejar de empujar, que ojalá ese no fuera su padre.

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Atrapada entre las nubes, la luna es una mancha difusa en un cielo negro como alma de pecador. Martín, acuclillado, lleva al cuello la ristra de parrochas. Aguza el oído, pero solo oye el bisbiseo de la cuadrilla escondida entre las ramas de un carballeiro majestuoso. El bosque huele a eucalipto, a verdín, a pescado podre y a expectación.

El perro asalvajado aproxima el morro, atraído por los restos malolientes. Martín siente el aliento, una bocanada tal que intuye la inmensidad de la cabeza. La bestia husmea las parrochas. Está hambrienta, se le nota en el jadeo, pero es un animal acosado. Mordisquea con cautela, recela. La noche es tan fría, tan húmeda, que el niño casi agradece la tibieza del hocico áspero. Cuando su mano se acerca al lomo lastimado del animal —¿se atreverá a acariciarlo?— los otros, hasta entonces inmóviles entre las ramas, apedrean a ciegas y gritan para azuzarlo. El mastín se yergue enorme sobre las patas traseras, alcanzado en la piel mil veces herida, y muestra los colmillos amenazantes a los árboles, a la luna, al niño que todavía mantiene la mano extendida.

Corre el chaval monte a través como alma que lleva el diablo, trastabillando con las raíces, desollándose las rodillas. No se detiene hasta cerrar la puerta de casa y, aún así, cree oír los resoplidos de la fiera. Su madre lo mira sin verlo y el padre, remetiéndose la camisa en los pantalones, gruñe igual que el perro.

—El mocoso se viene conmigo esta noche: ya va siendo hora de que aprenda a pescar como un hombre.

Ella agacha la cabeza y el niño sabe qué será inútil quejarse. Recoge la miñoca, la caña y la ginebra, y sale tras él.

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La lombriz se retuerce, comprime los anillos hinchando la carne blanda y, de golpe, distiende y cimbrea la cola. Va apaciguándose a medida que la atraviesa el metal. Cuando el hombre, con un tirón experto, extrae el anzuelo por el ano, el cuerpo verdeazulado queda ensartado, rígido y traslúcido como papel de fumar. Entre fascinado y asqueado, Martín lo mira repetir la maniobra a la luz de la mecha —una lombriz tras otra— cavilando sobre si más que anzuelar, su padre no estará ejecutando una macabra operación de empalamiento.

Abajo el agua está batida y golpea las rocas con furia. El padre de Martín separa las piernas para mantener el equilibrio. Aún así se balancea al lanzar el sedal, que se engancha en las piedras salientes. Irritado, tira la botella a la noche oscura. El cristal se hace añicos contra las peñas. Pásame otra, chico, dice.

Ahora se despeña como un fardo, ahora se estrella como la botella, ahora las aguas negras lo engullen y se acaba todo, piensa Martín. Y lo desea con todas sus fuerzas, presionándose las sienes con los puños, para que a fuerza de desearlo, los pensamientos se materialicen. Más tarde, de regreso al bosque, el niño se acostará sobre el lecho de hojas de eucalipto y cerrará los ojos a la espera de que el mastín vuelva y le libre de tener que contarle a su madre lo ocurrido.

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Los dos en la misma noche, padre e hijo: una fatalidad, no me diga que no. Él no era buena persona pero el chaval, el chaval se desvivía por la madre. ¿Por qué se le ocurriría ir al bosque? Todos en el pueblo sabían de la jauría. Asalvajaos estaban esos perros. ¿Cómo no lo iban a estar si los chavales los apaleaban por gusto? Ese descampado nunca fue cosa buena. Envenenaba el carácter, se lo digo yo. Ir al monte de noche… en qué estaría pensando ese rapaz.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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22 respuestas a La pesca

  1. Lo he leído del tirón, con el alma en un puño. Mientras leía me venían a la cabeza imágenes de un niño subiendo por las ramas de un árbol hasta alcanzar las más altas, mientras abajo las voces le decían: hasta la última, hasta la última, cobarde gallina capitán de las sardinas. Luego he sentido lastima del perro y terror a sus colmillos. Después he ido a pescar y me han llegado bocanadas de ginebra y he vuelto a ser niño de nuevo. También he sido lombriz.
    El ambiente, impecable. El final, demoledor.
    Que pasada Carmen.

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  2. ¿De verdad, Álvaro? ¡No sabes lo importante que son tus palabras para mí! La verdad es que este cuentecillo no me convencía mucho: de hecho apreté la tecla de «publicar» con bastante aprensión … quizás porque, tal como tú recuerdas, tiene bastante de real. Después de leerte a ti, me gusta un poco más. Un abrazo, compañero: es una suerte que siempre estés ahí.

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  3. lunapaniagua dijo:

    Pues menos mal que lo has publicado, lo que nos habríamos perdido si no… Ya desde el principio me ha dado el pálpito de que no me iba a reír. Lo he vivido de principio a fin en tensión, transmite una barbaridad. No dudes ni un poquito de que es buenísimo.
    Un besote.

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  4. Gracias, Luna: ¡sabes como levantar la moral! Creo que voy a dejar por unos días los cuentos «negros» porque, aunque sean muy cortitos, le cojo cariño al protagonista y me deja desazón que acaben siempre mal. El próximo espero que sea muy, pero que muy chorras. Un beso, guapetona.

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  5. La fábrica de celulosa me ha recordado la que teníamos que soportar en Huelva. Estaba situada en San Juan del Puerto, pero el nauseabundo olor a coles hervidas llegaba hasta la ciudad.
    Otra vez la infancia y su crueldad. Esa es, para mí, la etapa más importante de la vida, la que marca más.
    Martín, como mi Niño Zangolotino, es confrontado con la dura realidad. Debe hacer un terrible aprendizaje. ¿Quién escapa a eso? Pero tu Martín no resiste la prueba. A unos les cuesta jirones de piel y a otros la misma vida.
    Sabes profundizar, Carmen, y poner al lector frente a la implacabilidad de los hechos. Mi admiración y un abrazo.

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  6. Gracias, Antonio: tienes toda la razón, es una época dura y, no sé por qué, pero me da la impresión de que en los pueblos lo era aún más (aunque quizás se deba a que no viví en la ciudad hasta bastante «talludita»). Desconocía la existencia del Niño Zangolotino (incluso del significado del término), pero me lo apunto como próxima lectura. Mil gracias por tus comentarios siempre tan animosos. Un abrazo.

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  7. Te metes en la piel a través de las palabras. No me extraña que te quedes un poco triste después de contarlo. Hablar de universos hostiles y sentir que tu invención es una atmósfera real y que está pasando, es duro de roer. Te abrazo y te aplaudo

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  8. Muy bien tirado, hurgo más por aquí.

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  9. ¡Pues no sabes cuánto se agradecen los hurgamientos! Espero que no te defraude…

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  10. Raquela dijo:

    Cada palabra una sensación mejor que la anterior.
    Al leer la palabra «miñoca» me ha venido a la mente una persona muy especial que solía decir «con esta familia hay que tener cuidado con lo que dices…porque cosa que dices, al día siguiente la tienes» pues contigo pasa lo mismo, cosa que se habla y pronto te sacas un relato increible de debajo de la manga.

    Me ha encantado.

    Me quedo con la frase «Atrapada entre las nubes, la luna es una mancha difusa en un cielo negro como alma de pecador»

    Feliz de leerte, de leeros.

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  11. ¡Así que te has dado cuenta! Si es que me encanta lo que contáis… No sabes cuánto me gusta recibir tus mensajitos, sobre todo al empezar el día. Un beso requetegordo.

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  12. Magdalena dijo:

    Es un relato tremendo que lo vives a la vez que lo estás leyendo. He sufrido, porque he tenido un mastín y me lo he imaginado maltratado y famélico. He padecido por el niño y por su mala suerte. Él buscaba una mano y encontraba puños, y al final dentelladas.
    Un besazo palmeirán.

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  13. Gracias, Magdalena: ¡qué alegría tener noticias tuyas! Quiero aprovechar para darte las gracias por el precioso comentario que has hecho sobre el libro de las pesadillas en «Café Barbantia». Me ha encantado como contabas el cuento -de hecho, imaginaba a cualquier niño oyéndote ensimismado, sin cerrar los ojitos- y me ha asombrado, una vez más, tu capacidad para hacer «acrobacias»: ¿cómo puedes pasar de un cuento infantil al Che Guevara con tamaña elegancia? Te mando un achuchón lleno de cariño.

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  14. Magdalena dijo:

    Pues no te has equivocado referente a lo del niño oyéndolo ensimismado, porque aún se lo leí hace unos días nuevamente a Emma y casi no respiraba escuchándolo. Es un cuento precioso. Gracias por tus palabras, Carmen. Ya me gustaría escribir como tú lo haces.
    Estuve una semana en Santiago, he ahí la ausencia. Ya te habrá contado Mari Carmen. Gracias a Dios todo bien.
    Besiños palmeiráns

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  15. Laura dijo:

    Me meto en la cama, trasteo con el móvil, abro Facebook y mi amiga Raquel despierta en mi la curiosidad con una de las frases de tu cuento.
    La narración y vocabulario me han ido cautivado a medida que avanzaba en la lectura, pero la historia, el cuento en sí, ¡¡me ha quitado el sueño !!

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  16. ¡Ay, no, Laura, eso sí que no, que no quiero que te quedes sin dormir por mi culpa! 🙂 Mil gracias por leer el cuento y por las cosas tan bonitas que me dices. Espero que el próximo me salga un poquillo más alegre. Un beso, guapa.

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  17. ¡Genial y entrañable relato!

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  18. Gracias, Borja: no soy demasiado imaginativa y, como casi todos mis cuentos, tiene bastante de real… Un abrazo y ¡se agradece tu visita!

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