El asesor (parte I de II)

La lectura siempre ha sido mi pasión. Y mi perdición. ¡Ah, la caligrafía con su sutil armonía! ¡Qué decir de esos graciosos grafemas cuyos trazos se unen delicadamente creando sílabas que conforman palabras y se encadenan en oraciones, frases y párrafos en vertiginoso crescendo! Pensad en esa cursiva, elegante cual acta notarial, o en la oronda negrita, ávida de atenciones, o en el discreto subrayado, sobrio como mayordomo de la Casa Real. ¿Y qué hay de esa coqueta virgulilla semejante a un pícaro guiño?

¿Qué por qué mi perdición? Porque esa atracción por el trazo me compelía a leerlo todo —lo necesario, lo superfluo y la más completa estupidez— hasta el punto de impedirme ver aquello que no cupiese en la angostura de un signo gráfico. Y no es que la realidad me interesase demasiado pero, como bien sabe el poeta, las letras sacian el hambre de saber pero no los saberes del hambre.

—¿Qué hacer? —se preguntaba periódicamente mi padre, cuya inquietud comenzaba a transformarse en hartazgo.

—¿Pero quién va a aguantar a mi pobre hijo cuando yo no esté? —se preguntaba mi madre con una visión más a largo plazo.

La solución llegó con la mediática retransmisión en directo de las diecinueve horas del «Estado de la Nación» que, junto con la votación de Eurovisión y la final Madrid-Barça, eran la principal causa de las estratosféricas cifras de tensión arterial con las que mi padre aspiraba a entrar en el Record Guinness por la puerta grande.

—Venga ya, deja los papelitos. ¡Con lo que nos chirlais a los contribuyentes, lo menos que puedes hacer es aprendértelo de memoria! —Sentado frente al televisor, mi padre aconsejaba al político de turno con quien, por la familiaridad de trato, debía desayunarse todos los días—. ¿Pero has visto, Paquita? Ya le vale, con el guión escrito. Así también doy yo el discurso…

—Uy, pues a leer papelitos no hay quien gane a nuestro Decencio. Seguro que lo hace bastante mejor que ese señor. Y además es más guapo —remarcó mi santa madre que no perdía ocasión de realzar mis encantos.

—Pues sabes que te digo: tienes razón. Y como en el consistorio me deben un par de favorcitos, les coloco al niño como lector interino y que le paguen al peso por tocho leído.

Y así, con el respaldo incondicional de mis progenitores, inicié mi meteórica carrera política en la bella localidad de Elfeorrín de la Torre.

La noticia de mi capacidad lectora se propagó con la rapidez del chismorreo. La mesita supletoria habilitada frente al servicio de caballeros permanecía sepultada por tambaleantes pilas de legajos que yo debía leer, subrayar y compendiar, en un par de líneas a lo sumo, de forma que el resto de los servidores públicos pudiesen dedicar sus esfuerzos a actividades de carácter más social, como perfeccionar su hándicap en el campo del golf de Elfeorrín, que la persistente sequía obligaba a regar ilegalmente.

El procedimiento era tan eficaz que pronto contó con el beneplácito de los trabajadores de cabildos y diputaciones limítrofes quienes, mediante decisión mancomunada en aras de la modernidad, convinieron en asignarme un auxiliar cualificado en pasar hojas de legajo con una mano, presionar la palanca del sello en seco con la otra y aplicar el lacre con la boca cuando fuese menester. Y ahí entró en escena mi querido Froilán.

Froilán era un huerfanito (o al menos así se presentó) simpático, espabilado y bastante jeta, mientras que yo era taciturno, poco avispado y, para qué negarlo, menos práctico que un cubo agujereado: el cariño entre ambos estaba garantizado. Él me adoptó como padrino con los brazos abiertos. Yo lo acogí como ahijado en la misma posición. Y el mucho tiempo compartiendo mesa supletoria —uno leyendo y redactando, el otro hojeando y sellando folios a dos manos— actuó como argamasa de aquellos incipientes lazos paterno-filiales.

Mi ascenso en el escalafón consistorial, desde simple amanuense leguleyo a concejal de obras públicas pasando por auxiliar de secretaria, secretario adjunto, secretario primero, subdelegado técnico, delegado para todo y experto en cuestiones varias, vino rodado y sin que prácticamente me enterase, ya que la única alteración en mi rutina diaria era que ahora yo mismo redactaba y firmaba los documentos que después leía, subrayaba y compendiaba. Entretanto, Froilán también había progresado, en su caso a hombre de pelo en pecho, asiduo protagonista del papel cuché y atractivo asesor de urbanismo por libre designación del concejal de obras públicas que, casualmente, era yo.

Ocupar la concejalía de obras públicas tenía una parte buena, en forma de ingentes montañas de licitaciones con las que me desayunaba cada mañana, y otra menos buena: una agitada vida social en horario preferentemente nocturno que, por mi carácter reservado y poco dado a la conversación insustancial, me suponía una pesada carga. Por suerte, también en esto Froilán y yo nos complementábamos como huevo frito con chistorra. Porque Froilán, aparte de guapo, era alegre y dicharachero y no había sarao de pro que no se enorgulleciese de tenerlo entre sus ilustres invitados.

Coincidiendo con las sonoras andanzas de mi adorado ahijado, Elfeorrín de la Torre, que por su climatología mediterránea disfrutaba de trescientos sesenta y cinco largos días de sol impenitente al año (a veces incluso de alguno más) y de una hidrografía bastante roñosa achacable a las pertinaces sequías, registró sobre su limitada orografía un boom inmobiliario sin precedentes acompañado por tal proliferación de parques temáticos, campos de golf, polideportivos olímpicos, aeródromos, circuitos de fórmula uno, velódromos y pistas de esquí de hielo seco, que las constructoras se veían obligadas a superponer muchos de estos modernos complejos, difuminando fronteras y creando curiosas paradojas físicas. De éstas nacieron disciplinas mixtas innovadoras como las carreras de bicicleta con esnórquel en piscina olímpica, el campeonato de fórmula uno sobre esquís o la competición de golf con saque desde avión comercial en vuelo.

Debo reconocer que, con el asesoramiento de mi ahijado y asesor de confianza —cuyo profundo sentido de la equidad le llevaba a recalificar suelos sobre los que una promotora había edificado meses, días e incluso horas antes, para cederlo a otra en condiciones más ventajosas—, mi tarea de redacción, compendio y rubricado fue más fructífera que nunca.

Vistosos animales disecados y otras delicadas obras de arte se amontonaban sobre el suelo del consistorio con igual diligencia que las construcciones lo hacían sobre el suelo del Elfeorrín, del que sustituimos la insignificante torrecilla milenaria que daba nombre a la localidad por un impresionante obelisco giratorio más acorde con los nuevos tiempos.

Por desgracia, esta atmósfera de felicidad sin par comenzó a hacer aguas con la irrupción de Chabela Semeantoja. La carismática rejoneadora se presentó una calurosa mañana ante el portón consistorial —a lomos de un novillo y escoltada por un par de toros de lidia de buen tamaño y mejores pitones—, al frente de una nutrida manifestación de vecinos procedentes de las pedanías aledañas que, al grito de «¡O retiráis el cemento o metemos a los toros dentro!», protestaban por el desplazamiento nocturno de los mojones que señalaban los límites territoriales de Elfeorrín. Esta complicada operación urbanística, ideada por Froilán e injustamente denostada, ampliaba nuestro escaso suelo urbanizable expropiando piscinas, porches, escaleras, guaterclós y superficie útil en general de viviendas hasta entonces radicadas en terreno contiguo a las lindes del pueblo. Algunos ociosos mañaneros se habían sumado a la marea viva para quejarse de los cortes en el suministro de agua potable y entretenían el lento discurrir de las horas golpeando coloridos bidones.

Los empleados públicos, incapaces de acceder al ayuntamiento, optaron por avisar a mi ahijado, tras debatir si el incidente matinal podría calificarse de «cuestión de vida o muerte como que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas o algo de mayor envergadura», único motivo por el que mi admirado Froilán podía ser despertado antes del mediodía. Es posible que en la arriesgada decisión de arrebatar al asesor de los brazos de Morfeo pesara el trozo de portón público que el astado bautizado como Amoroso acabada de arrancar de cuajo y ondeaba a medio pitón, incomodando al resto de las reses que pacían plácidamente en las jardineras del ayuntamiento.

La simple aparición de Froilán calmó los ánimos. Y no era para menos porque mi ahijado lucía un aspecto impresionante. Ni clavel reventón en el ojal le faltaba. Rodeado por los suyos (y míos, aunque menos), aupado sobre uno de los bancos de la plaza consistorial recién remodelada y sombreado por la reproducción arbórea en acero corten que había reemplazado a la encina centenaria de Elfeorrín —bautizada por los lugareños como «La Feorrina»—, Froilán arengó con pasión a los allí congregados cuidando de no despeinarse el bigote.

—Estimados convecinos de dentro y fuera de los límites territoriales de Elfeorrín: comprendo vuestras reivindicaciones. De hecho, yo haría lo mismo si perteneciese al pueblo llano como vosotros y no estuviese familiarizado con los áridos conceptos de la economía del libre mercado, el PIB per cápita, el déficit de la balanza de pagos y las teorías neoliberalistas cuyo principio básico exige más perdedores que ganadores para que todos podáis seguir comiendo patatas. Porque coincidiréis conmigo en que es mejor comer patatas que nada, ¿no? Resumiendo que es gerundio: vistas las carencias pluviométricas del Elferroín, la disyuntiva es clara: o agua potable o campos de golf. Así que, por el bien común, os aconsejo que os vayáis habituando a hacer la colada en la fuente monocaño del pueblo, con horario restringido y llenado de bidones sujeto a tasas para evitar abusos.

La ovación cerrada de los funcionarios, bien parapetados tras lo que quedaba de la puerta del consistorio, cruzó el caldeado ambiente estrellándose contra la salva de pitidos procedentes de la turba de manifestantes. Entre ambas facciones, un corrillo de octogenarios, al que los dos bandos alborotadores habían sorprendido jugando con desgana a la petanca, lastrados por los achaques de toda una vida, aporreaba ahora las garrotas con renacido tesón.

El párroco del Elfeorrín, que no perdía ocasión de arengar a sus fieles, surgió presuroso por una de la callejas que se abrían a la plaza. Pedaleaba a buen ritmo, con el imponente sombrero de teja calado hasta las cejas y los faldones de la sotana amarrados a la cintura para evitar fastidiosos enganches en la cadena. En demostración de respeto, los ancianos descubrieron sus venerables testas, hasta entonces protegidas por boinas de rabillo. También el resto de los presentes redobló las pitadas, en señal de deferencia, al paso del desbocado párroco. La autoridad eclesiástica cruzó la plaza, dibujando eses, a una velocidad muy superior a la que sería recomendable ante tal afluencia de público y, en un visto y no visto, desapareció por la calleja opuesta a aquella por la que había entrado, dejando tras sí un sombrero negro como ala de cuervo y una estela de improperios muy poco cristianos. Mi sobrino alzó la mano con gesto apaciguador. Los reflejos iridiscentes de su solitario nos obligaron a cubrirnos los ojos.

—Respecto a vuestra justa reivindicación del suelo y dado que la visceral Chavela Semeantoja actúa como portavoz de los convecinos pedáneos, os ruego nos permitáis acceder al consistorio para analizar la situación en lugar más adecuado. Entretanto podéis entreteneros tirando del rabo a los astados, comiéndoos los mocos o haciendo cualquiera de esas cosas tan ordinarias que gustan a la plebe.

Tomó con caballerosa elegancia la mano regordeta ofrecida por Chavela y se admiró de los dos graciosos hoyuelos que adornaban su mofletudo rostro. A punto de adentrarse ambos en el ayuntamiento pareció recordar algo y se volvió repentinamente hacia la muchedumbre expectante.

—Por cierto: en cuanto me entere de quien ha sido el gracioso que ha sembrado la plaza de bellotas, lo pongo a encalar el pueblo entero, porque a ver de dónde sacamos ahora otro párroco.

Tenía razón mi sobrino: el arzobispado ya había advertido de que ese era el último repuesto que mandaba. Y el que avisa no es traidor.

***

[Si has conseguido llegar hasta aquí, querido amigo, te agradezco tu paciencia. Me he venido arriba y se me ha olvidado el principio de «no más de 1.000 palabras» que, según mi hija, es la longitud ideal para una buena lectura de cuarto de baño].

***

Ver el final de este relato

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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22 respuestas a El asesor (parte I de II)

  1. lunapaniagua dijo:

    He llegado hasta el final y hubiera leído del tirón también la segunda parte, pensando a cada momento: «Pero ¿cómo se le ocurre eso?». Buenísimo todo, descripciones, trama, crítica… ¡Me encanta! Aquí me quedo formal esperando la segunda. Un besote.

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  2. Hasta aquí he llegado arrastrado por un torbellino de imágenes berlanguianas. Qué barbaridad… Me he reído con ganas y en más de una ocasión los decibelios han alcanzado la frontera de la carcajada: disciplinas deportivas mixtas por amontonamiento, la irrupción de Chavela Semeantoja capitaneando una manifestación al grito de: «¡O retiráis el cemento o metemos a los toros dentro!», o ese astado de nombre Amoroso con el portón del consistorio atravesado en un asta… ¿Y dices que hay segunda parte? Pues nada, aquí esperamos dispuestos a dejarnos arrastrar de nuevo. Un abrazo compañera.

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  3. Tony Franco dijo:

    Mucha riqueza. Me encantan los nombres de los personajes.

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  4. Gracias, Tony. Me encanta que te encanten los nombres. Creía que eran un poco obvios de más…

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  5. Eduardo dijo:

    Este cuento me parece una falta de respeto a todos esos grandes hombres (y mujeres) que han alicatado nuestras costas. Espero que en la segunda parte se dignifique el papel de estos prohombres (y promujeres) que han hecho de nuestro país el paraíso anhelado por cualquier jubilata europeo que se precie.

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  6. Querido Eduardo: ¡tú si que sabes! Dónde esté una costa bien alicatada… porque la verdad, ¿qué es una playa sin chaletes y chiringuitos? Un montón de arena. Qué… ¿alicatamos ahora las montañas?

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  7. Las comparaciones que haces son impagablemente divertidas. Son las guindas de este relato en el que destella tu sentido del humor. De un relato tan verídico que pone los pelos de punta. No sé si la carrera de Decencio es para reír o para llorar, en cualquier caso sus peripecias, su ascenso en la escala social, se leen con mucho (dis) gusto. Realizas un gran despliegue de imaginación, aunque sea bien cierto que la purita realidad da mucho de sí.
    Yo también me pregunto siempre cuál es número ideal de palabras para una entrada. Personalmente lo sitúo en las quinientas. Está claro que el autor no siempre puede cortar donde debiera o quisiera. La historia tiene sus propias exigencias. He disfrutado leyendo esta primera parte de «El asesor». Un abrazo.

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    • Gracias, Antonio: cuando escribo cosas de éstas me río yo sola, pero después pienso «hay que ver las tonterías que pones: esto solo te puede hacer gracia a ti». Por eso cuando recibo comentarios tan agradables como el tuyo me emociono. Lo impresionante, como bien dices, es que quitando algún pequeño detallito accesorio, aquí y allá, es un relato basado en personajes de carne y hueso cuyos desmanes han destrozado nuestros maravillosos pueblos del litoral y eso no tiene nada de gracioso.
      Coincido contigo en que quinientas palabras es una cifra perfecta para que no se haga pesado leer un texto en pantalla, pero requiere gran capacidad de concisión (que tú tienes): por mi parte no sé si podría… Un abrazo.

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  8. Eduardo dijo:

    Mi querida amiga, para las montañas propongo escaleras mecánicas: un toque de modernidad pero preservando las esencias. Además estas escaleras permitirían la apertura de nuevos chiringuitos en las cumbres y cimas españolas….si éstas debieran ser también alicatadas para favorecer el trasiego de visitantes es algo que deberíamos considerar pero solo en una segunda fase.

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  9. Acabo de encender el ordenador –al regreso de unas largas y estupendas vacaciones veraniegas- y, aunque mi intención era tan solo informarme del teléfono de un centro óptico, no he podido sustraerme de leer un par de párrafos de la última entrada de Máximo Disaster. Y, detrás…, el resto a marchas forzadas porque durante un par de días andaré con el tiempo muy ajustado.
    Ese lenguaje tan lírico que utiliza Decencio al referirse al grafema, me ha calado muy hondo. A mí, que he aprendido a leer en “Países y Mares” todo tipo de letra manuscrita –hasta la de médico- y que me ponían un diez en caligrafía, aunque hoy ya ni siquiera reconozca mis propios grafemas.
    No estoy por una costa alicatada: en mi pueblo recubrieron de azulejos las fachadas de bastantes edificios (por aquello de la lluvia) y ciertamente rompen la estética.
    En cuanto me organice un poco leeré todos los trabajos que habéis escrito en mi ausencia. A juzgar por el que tengo delante, espero continuar eliminando arrugas.
    Un abrazo a todos.

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    • ¡Bienvenida de vuelta al hogar: las tuyas si que han sido unas vacaciones en toda regla! Ya se te echaba de menos… Me temo que el pobre Decencio se ha metido de lleno en los grafemas como podría haberse dedicado a empalmar una serie de Netflix con otra, mismamente: no encuentra su sitio en el mundo y a algo tiene que dedicar su tiempo… ¡Y no me da a mí que ese sea tu caso! Efectivamente: de lo del destrozo urbanístico se libran muy, pero que muy poquitos sitios…

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  10. Cuando te leo, no paro de imaginarme la historia (en este caso HistoriadeEspaña): La veo con personajes berlanguianos, como dice Álvaro, pero también en dibujos, como en una historieta gráfica de Aguilar Sutil o Ibáñez. En cualquier caso me haces reír, querida Carmen (y pasarme mucho rato en el baño😉😁😁)

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  11. ¡Hola, Note! Se te echaba de menos una barbaridad: la verdad es que me encantaría tener la facilidad que tú tienes (o al menos un poquito) para poder hacer una historieta gráfica. Siempre me pasa lo mismo: en mi cabeza veo una historia y me río yo sola. Entonces trato de reflejarla en el papel con palabras y me da la impresión de que el medio es insuficiente (al final todo resulta demasiado vertiginoso y alocado). ¡No sabes cuánto envidio a las personas con capacidad para contar las cosas con ilustraciones y, no te digo si además escriben bien…. Vamos, ¡qué juegas con ventaja! Un abrazo.

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  12. Pero si tú escribes gráficamente, ilustras con palabras!!! Uy, a ver si noto una cierta inseguridad en tu voz…Si es cosa de «coquetería virgulilla» me mola pero, si te ríes al «ver» la historia en tu cabeza y nos reímos todos a leer y «la vemos en nuestras cabecillas…» algo está funcionando. O ¿qué? Pues venga ese abrazo!

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  13. Je, je, ¡cómo siempre tienes razón!! Abrazo entregado!

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