Solo una polaroid desvaída de dos chavales apoyados en un futbolín destartalado —bajito y regordete el uno, alto y flacucho el otro—, permaneció inamovible a los sucesivos cambios de decoración de su habitación de toda la vida. Cuando la despegó para llevársela al piso comprado a medias con su novia quedó en la pared un rectángulo tan nítido que se necesitaron tres manos de pintura para cubrirlo.
***
Una apendicitis es una intervención rutinaria y sin ninguna complicación, les había tranquilizado la cirujana días antes. Y esa tranquilidad se les colgó del brazo como una buena amiga hasta el momento en que el niño entró en quirófano, haciendo la V de la victoria con los dedos gordezuelos. Sentados sin cruzar palabra en el pasillo inmaculadamente blanco, todo el universo se precipitó entre ellos y lo que quiera que sucediese tras aquella puerta. ¿Y si está asustado? ¿Y si me llama? ¿Y si mi hijo no encuentra una sonrisa tranquilizadora?, se reconcomía ella. Apretó la mano del marido y aunque lo notó apesadumbrado, evitó mirarlo para no tener que intercambiar ánimos. No quiero distracciones en mi dolor, musitó, no mientras mi hijo esté ahí dentro.
—¿Los padres de Andrés?
Un enfermero parlanchín y de paso alegre, de un blanco tan nuclear como el pasillo, les condujo a la sala de posoperatorio atravesando la zona de boxes. Tras los tabiques acristalados atisbaron de refilón —sobre la mesa quirúrgica aún—, los pies del niño, inanimados y pálidos. La cirujana explicaba algo a un grupo atento de mires.
A media mañana lo trasladaron a planta, habitación doscientos once del ala infantil, con Toño por compañero. De cuerpo flaco, orejas desproporcionadamente grandes —que la ausencia de pelo agrandaban aún más—, y la risa contagiosa del niño que se siente a gusto con la vida, Antonio conocía a todo el personal por el nombre de pila. Presumía de ello saludando a gritos a cuantos pasaban por delante de una habitación que, abierta de par en par, más parecía una garita de control que un espacio de reposo.
El lunes la sutura de Andrés comenzó a sangrar. Para entonces, los dos chavales habían acercado las camas articuladas. Las curas eran molestas pero Toño sabía poner cara de pez y movía las orejas de soplillo como si fuesen alas de moscardón. La enfermera les pidió que dejasen de reír para poder hacer su trabajo. Al supervisar la cicatriz fresca, el médico aconsejó alargar el ingreso un par de días. La noticia fue festejada con aplausos.
Los días hospitalarios son largos y tediosos, reconoció la madre de Toño en uno de esos paseos de ida y vuelta por los pasillos abrillantados, compartidos por las dos mujeres aprovechando el sueño de los niños. Contó que vivían en un pueblo de Toledo, de esos agonizantes por falta de savia joven y alegría; que su hijo pasaba más tiempo en el hospital que en casa; que el padre de Toño venía poco porque no tenía con quien dejar los animales, y que cuando venía, ella se tragaba las lágrimas, porque bastante culpable se sentía ya el pobre.
La mañana del martes voló entre partidas de futbolín peleadas a muerte por dos contrincantes descompensados: el uno bajito y regordete; el otro alto y delgaducho, las manos de ambos enganchadas a las barras de los goteros. Entrada la tarde, Antonio tuvo que ausentarse para recibir tratamiento. «Esto no ha acabado, ¿eh? En cuanto vuelva te machaco». A su regreso se sentía cansado y prefirió posponer la revancha hasta el día siguiente. Andrés miraba la espalda de su amigo, tumbado de medio lado, las vertebras prominentes marcadas en el tergal del pijama. Al final no pudo más:
–¿Me paso a tu cama y vemos la tele juntos?
—Estaría bien —contestó el otro, echándose a un lado para hacerle hueco.
Toño guardaba silencio, sin abrir los ojos.
—¿Alguna vez tienes miedo? —cuchicheó Andrés, incapaz de callar.
—Sí, pero no quiero que mi madre lo sepa. Así que no me hables de eso.
—Pues yo se lo cuento todo a mi madre, hasta cuando algo me da miedo.
—Ya, pero es que tú aún no tienes ocho años.
—¿Y qué pasa cuando tienes ocho años?
—Pues que te das cuenta de que tu madre se muerde el labio para no llorar. Y ya cállate.
Al día siguiente Toño estaba más animado. Los dos chavales mojaban galletas en el Colacao. Los pijamas azules con el logotipo del hospital les daba aire de incluseros.
—¿Qué vas a ser cuando seas mayor? —preguntó Andrés con la boca llena.
—Un ingeniero famoso. ¿Y tú?
—Yo inventor, porque siempre estoy imaginando cosas.
—Pues a lo mejor podrías inventar un gotero-robot que nos siga sin tener que arrastrarlo con la mano; así puedo panearte a gusto al futbolín.
—¡Mola!
***
Madre e hijo regresaron al hospital al cabo de dos semanas, cuando Andrés ya estaba recuperado. El niño llevaba un juego de construcciones —pide el más grande de toda la tienda, mamá— envuelto en papel de regalo verde chillón sobre el que había escrito con letra infantil «Para que construyas muchos puentes y no te aburras sin mí». La habitación estaba vacía y las enfermeras no supieron darles razón de Toño. Dejaron el mecano allí, sobre la cama. ¿Pero qué te ha pasado?, se extrañó la madre a la salida del hospital, y se apresuró a limpiarle con el pañuelo el labio pespunteado de sangre. Mientras pensaba que estaba harto de ser un pequeñajo y que ojalá tuviese ocho años para poder morderse tan fuerte que se le quitaran las ganas de llorar, Andrés la dejaba hacer.
De niños siempre hemos pensado que hay edades o situaciones en las que vamos a cambiar, a hacernos mayores. Al final superadas esas edades nos damos cuenta de que las emociones más íntimas carecen precisamente de edad, lo que puede cambiar tal vez sea la manera de expresarlas. Y morderse el labio puede terminar siendo doloroso. Me ha gustado mucho. Un abrazo.
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Y a mí me ha gustado mucho tu explicación, Carlos. Estoy de acuerdo contigo en que las emociones carecen de edad, pero creo que los chavales necesitan explicarse las cosas con «hechos tangibles», de ahí la necesidad de poner fechas. Un abrazo.
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Carmen, compañera. Me ha parecido un relato tierno y muy hermoso. Y otra vez ese comienzo que se va iluminando (e ilumina) el relato a medida que este transcurre. Es cierto, las emociones carecen de edad, pero las que sentimos de niño nos acompañan durante más tiempo (y probablemente, con mayor ondura). Un gran abrazo.
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Gracias, compañero. Tienes toda la razón: los sentimientos infantiles (quizás porque resultan tan inexplicables para el niño) se graban a fuego. Y yo diría que también los aromas percibidos en la infancia. ¡Espero que el próximo cuentecillo sea más alegre!!
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Qué bonito, Carmen. Es muy tierno y emotivo, pero sin sentimentalismo excesivo. Transmites con lo justo, no sobra ni una palabra. Me ha emocionado.
Un besote.
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Gracias, Luna: ayer tenía el día melancólico (tal vez por el cambio de horario y sus efectos sobre los biorritmos) y me dio por ojear viejas fotografías. Entre ellas había una del peque de la casa cuando lo ingresaron por la operación de fimosis y, eso me llevó a recordar a su compañero de habitación, un chaval de esos que estarías achuchando todo el tiempo y que te parece imposible que lleven media vida hospitalizados. De ahí surgió el relato, aunque es difícil no caer en el sentimentalismo cuando se trata de enanos. Un beso, guapetona.
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Me ha gustado mucho Carmen, un abrazo.
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Gracias, Francisco. ¡Siempre es un placer recibir tu visita!
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Espero no parecerte una mosca de algún tipo. «Antonio tuvo que asuntarse ( ¿o ausentarse?) para recibir tratamiento».
La experiencia de la muerte es inevitable. Si eres un niño y quien muere es una persona mayor, de más de treinta años, no le prestas mucha atención, lo consideras algo natural. Pero cuando es otro niño quien fallece, un amigo tuyo, alguien a quien quieres o admiras, esa tremenda realidad te afecta profundamente y deja huella en ti. Eso es lo que le ha pasado a Andrés.
Un relato en que tu vena humanista (en otros casos suele ser humorística) y compasiva hace que el lector se identifique con el pequeño protagonista y se muerda también el labio. Un abrazo.
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Si haces correcciones es porque lees lo que escribo con atención y ¡eso sí que lo considero una deferencia! Muchas gracias por estar ahí y más aún por ayudarme cuando se me va el santo al cielo. Un abrazo, Antonio.
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Pues a mí lo emocionante de la historia me ha impedido ver la errata. Preciosa, pero muy triste.
Me voy a la cama a escuchar música movidita que me levante el ánimo. Un abrazo grande.
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Pero bueno, ¡qué no era esa mi intención! Prometo que el próximo relato será menos tristón. Un beso muy gordo.
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Me ha encantado la historia, Carmen. Vas llevando poco a poco al lector hacia donde tu quieres, razonando mientras haces que volvamos la mirada atrás y sintamos la ternura de esos años de infancia.
Por otro lado el tema que has tocado, bonito y dificil…
Creo que es fundamental el expresar las emociones sin retener ninguna y enseñar a los niños que todas son necesarias en su justa medida…hasta la tristeza que tal mal pintada está tiene su función reflexiva necesaria para seguir adelante. Puestos, tambien podemos aplicarnos esta realidad a nosotros mismos (esa madre que se muerde el labio..) pues nunca dejamos de sentir y eso no es malo.
Todo esto me ha recordado a una peli de Pixar que he visto hace poco con mis niños «Del reves» y que me ha parecido una pequeña obra maestra, pues contiene un buen trasfondo psicológico para llegar a entender los mecanismos con que obra el cerebro y la baraja de sentimientos que nos componen. Y todo esto dirigido a un publico abierto, grandes y pequeños lo cual me parece un gran logro. El cine de animación ha mejorado en ese sentido una barbaridad.
Un abrazo, compañera.
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Gracias, compañera, por ese precioso comentario que suscribo totalmente. Según mi hija (psicóloga infantil), esa peli es, sencillamente, una obra de arte que debería ser vista por todos los padres: está magníficamente realizada pero también perfectamente documentada. Un abrazo gordo.
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Ayer no pude decírtelo, tal vez porque estaba como vos. Me emocionó mucho.
Un gran abrazo querida Carmen.
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Querida Claudia: creo que no hemos tenido ocasión de intercambiarnos mensajes hasta ahora, aunque hace tiempo que sigo tu blog con interés, por la delicadeza y optimismo que desprende. ¡No sabes cuánto agradezco tu comentario!
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Hola,
Preciosa historia!, emotiva, tierna, y con el detalle final de «morderse el labio» que ha redondeado el relato. No quiero ni imaginarme lo duro de la experiencia, pero seguro que te marca a fuego!, y más a un niño!; y es que tenemos una suerte! que ni somos conscientes de ello … en fín …
Feliz Jueves! 😉
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Gracias, Natali: esta historia pasó hace mucho tiempo y ayer regresó a mi memoria. No tiene mucho de mi cosecha más allá de trasladarla al papel. Lo auténticamente impresionante, en este caso, era el «chaval de la cama de al lado», pero no he podido hablar prácticamente de él porque me gusta alejarme «emocionalmente» de los personajes y, en este caso, me era imposible. Un abrazo y muchas gracias por pasarte por aquí.
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J…. Carmen, me estoy mordiendo el labio. Justamente estaba viendo un video de Panikkar que me ha enviado una amiga (un poco mística) y habla de la muerte como una gota que cae al mar, dice algo así como que desaparece la gota pero el agua sigue ahí, mezclada con la totalidad del Agua (y ahí lo dejo) Y aquí los besos
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Vengo de rebuscar en internet el vídeo de la gota que cae al mar y se mezcla con esa Agua que sigue ahí y que no es más con un conjunto infinito de gotas caídas y…. no he dado con él pero he hecho buenas migas con Panikkar. ¡Gracias note por aparecer siempre por ahí con nocturnidad!!
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Me ha encantado, Carmen. A veces no es más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que llamamos mundo real. Solamente con un pequeño mordisco, Andrés cruzó esa frontera.
Imaginación al poder. ¡¡ Qué buena eres !!
Besiños palmeiráns
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¡Gracias, guapo!
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¡Siempre tan amable! Si a ti te gustan mis cuentos, a mi me encantan tus comentarios: siempre sabes encontrar la palabra adecuada. Un beso gordo.
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Cuando era un niño pensaba como un viejo y ahora que soy viejo pienso como un niño…gruñón. Yo leo el final del cuento con optimismo: él ya no está en «su cama» porque se ha curado. Quizá ahora esté comiendo perdices o no, porque quizá sea vegetariano, en ese caso el final del cuento carecería de rima pero es un pequeño precio que debemos de pagar por el bienestar de nuestra fauna salvaje.
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Querido madurito gruñón: ¿pues sabes que me parece un final feliz precioso allá donde los haya? Es más, en este momento veo a Toño y a Andrés (ni el uno es ingeniero ni el otro inventor, qué cosas) charlando en una tarde de abril camino de una hamburguesería vegana recién inaugurada que tiene muy, pero que muy buena pinta… Un beso muy gordo.
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La frescura del relato y la ternura se entreveran con un acertado relato psicológico en el que la amistad y la muerte van de la mano. Un texto magnífico para el que no cabe otra cosa que el elogio y la felicitación. Con un abrazo.
Salud.
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Querido Julio: ¡siempre tan amable! Muchas gracias por encontrar un ratillo para leerme.
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¡Qué bien escribes, Carmen! El final me golpeó un tanto; hubiese querido encontrarme sólo con sonrisas, en vez de esa fuerte mordida más poderosa que las palabras. Niños, dolencias y hospital, una mezcla que siempre trae aparejada la preocupación y el dolor.
¡Es un gusto leerte!
¡Un abrazo!
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El gusto es mutuo, Sari, porque me encantan tus textos llenos de sensibilidad. Un beso, guapa.
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