En la casa vecina se apagaron las luces. La radio siguió sonando un buen rato.
¡Corta ya la musiquita, chalao, que aquí se madruga! —gritó alguien.
Fueron las últimas notas del día.
Joselu García, Joseliño para los amigos, dio unas vueltas en la cama. —Es difícil dormir con el estómago vacío —pensó.
Su amigo y vecino, el escritor Feldespato Farlopio, permaneció unos instantes con la vista perdida. —Soy una buena persona —farfulló somnoliento. Y se durmió de inmediato en el sueño de los justos.
***
El padre de Joselu García, sordomudo de nacimiento, se sintió inmensamente feliz cuando la providencia divina le concedió el don de la palabra a poco de acostarse en el que esa noche sería su lecho de muerte.
—Hijo mío —susurró a duras penas—: no tenía la menor idea de lo agradable que era esto de largar por los codos. De haberlo sabido, lo hubiese intentado mucho antes. Te voy a dejar un consejo por único legado porque, como bien sabes, soy pobre hasta las trancas: hablar es bueno. No dejes que nada ni nadie te impida hacerlo. Y ahora, por favor, aproxímame la bacinilla para que expectore.
—Me has hecho la cusqui con este consejo tardío, papa adorado —suspiro el niño, sin una buena razón para quejarse, porque era poco esperable que, con aptitudes auditivas tan menoscabadas, el padre hubiese notado la marcada tartamudez del hijo.
Joselu García —Joseliño— tenía entonces siete años, pero el consejo paterno soportó intacto la erosión del tiempo. Conocedor de sus limitaciones orgánicas, volcó en la escritura toda esperanza de cumplir el deseo postrero. Y en esas seguía. Emborronando cuartillas con la vana ilusión de ser leído por un editor. O por quien fuera.
Por eso, cuando comunicó a su restringido grupo de amigos que sopesaba suicidarse por incompetente, ninguno lo vio claro.
—Pero, ¿cuál es el problema, Pepón? —los más cercanos lo conocían por este apodo—. Llevas escribiendo la pila de años sin que nadie te haga ni puñetero caso y, hasta ahora, no te había preocupado.
—Pues ahora me preocupa, entre otras cosas porque la mitad de las noches me acuesto con el estómago vacío y eso, a esta edad provecta, agita mucho el sueño. ¡Ay, padre mío: de no ser por tu avieso consejo a estas alturas podría ser un reservado carpintero o un callado mangante —que nada necesitan decir para desempeñar su honrada profesión— y comerme mis buenos solomillos! ¡Qué me has hecho! ¡A qué me has obligado! La oratoria no es lo mío: soy incapaz de decir más de dos frases seguidas sin trabarme, y escribir, escribo como el culo —para que nos vamos a engañar—. Ni Feldespato Farlopio ha podido con mis novelas, aun cuando se jacta de haber llegado a leer, en sus trayectos sobre los recios asientos del suburbano, el Reglamento de planeamiento para el desarrollo de la ley sobre régimen del suelo y ordenación urbana con sus correspondientes anexos.
—Es que la erótica de los textos jurídicos puede conmigo. Me pone muchísimo —respondió éste por alusiones—. Lo que no me ocurre con tus cuentos, la verdad, porque son un auténtico peñazo. Y encima, Joseliño, tienes la mala suerte de apellidarte García.
—¿Pero eso cuenta?
—Muchísimo. Feldespato Farlopio es un nombre de ringo rango: eleva la calidad literaria de cualquier obrucha mediocre. Piensa en un recetario de cocina, por ejemplo. Firmado por el Profesor Farlopio asciende a la categoría de obra filosófica, de festín para los sentidos, de alta cocina prêt-à-porter, si me lo permites. El libro se vendería solo, te lo aseguro. ¿Pero quién va a querer comprar un recetario escrito por Joselu García? Salvo que hayas conocido las mieles de la fama por ser novio despechado de alguna artistona que airea sus cuitas por los platós o comentarista de la prensa deportiva tramontana, no lo compraría ni tu madre, de tenerla, porque también es mala suerte que seas huerfanito.
—¿Eso también es malo?
—Bueno, es menos importante que lo del apellido, pero las madres animan mucho cuando tienes la moral por los suelos, como es tu caso. Y yo para levantar ánimos no valgo, porque soy tremendamente sincero. Por eso no me queda más remedio que repetírtelo, aunque me duela: tus novelas son un pestiño.
Joselu García aceptó el comentario de su amigo con actitud humilde y las orejas gachas. Sabía reconocer a un auténtico maestro y Feldespato, sin duda, lo era. Algunos meses antes le había regalado un ejemplar firmado de su obra «Los beneficios de la charleta insustancial con las hortalizas», manual de autoayuda compendiada en novecientas treinta páginas, ilustraciones y pies de página aparte. Joselu se deshizo en elogios aunque hubo de reconocer que el tema tratado era demasiado complejo para un profano. Le gustó, en particular, la dedicatoria:
A mis lechugas de toda la vida,
a mis tomates y melones,
a mis verduras y boniatos,
a mis, por abreviar, amadas hortalizas,
os quiero a todas por igual.
—El que vale, vale —sentenció sin dudarlo.
***
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¿No se le ocurrió a Joselu abrirse un blog?
Me he vuelto a reír mucho y hay que reconocer que la dedicatoria de Feldespato es insuperable.
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Gracias, evavill: a Joselu lo he aparcado por una temporadilla en el capítulo V porque no estoy muy segura de si me gusta o si me parece un plasta. Ahí lo tengo al pobre mientras su sosias «Pitito» no para de darme la tabarra para que lo devuelva a la vida o al papel. ¡Ya veremos! Muchas gracias por leerme y un beso gordo, guapa.
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