Pecadillos de juventud (IV)

Cuando Joselu García recuperó la conciencia sintió un dolor lacerante en las sienes. Un breve vistazo con el único ojo útil le aportó bastante información preliminar: Metro Madrid había recuperado el suministro eléctrico; viajaba a bordo de un vagón de cola que, a juzgar por los bandazos y traqueteos, circulaba correctamente; acababa de dejar atrás Diego de León, correspondencia con Línea 4; ocupaba tres plazas, cuatro si estiraba del todo la punta de los pies; y —esto le pareció más relevante que todo lo anterior—, apoyaba la cabeza sobre una reducida falda de cuero que le ofrecía, sin necesidad de abandonar la postura fetal, un encuadre perfecto de un par de botas militares de caña alta con dos piernas de vértigo, una por bota. Joselu no pudo atribuir una identidad a las botas porque la cara de la mujer caía en el ángulo de visión del ojo cerrado. Podría haberlo intentado con el otro, que aún conservaba una rendija abierta, pero prefirió no moverse por si se trataba de un sueño. Una mano le rozó la frente con mimo. Las uñas estaban mordidas hasta las cutículas y en el dorso exhibía una calavera desdentada con una flor de lis apuñalando una de las cuencas. Joselu sintió un escalofrío. Fue cuanto necesitó para saber que se había enamorado hasta las trancas. O que se había resfriado. O las dos cosas. No pudo seguir valorando la situación porque el ojo se le cerró del todo.

—Bello durmiente: ¿te despierto con un besito? —la voz aguardentosa de Pitito lo arrojó del paraíso a patadas.

Joselu trató de responder, para no consiguió abrir la boca. Se palpó los labios despacio. Su grosor triplicaba las medidas anatómicas estándar y, por el sabor metálico, debían estar partidos. Por suerte habían perdido la sensibilidad. La mano no. Los nudillos le dolían y uno de los meñiques lo dio por perdido.

—¿Qué diablos hago aquí molido a leches? —Después de todo era una suerte poder comunicarse con su yo por telepatía— ¿Y a quién tengo debajo de la cabeza?

—Según creo haber entendido, el pibón de las rodillas sobre las que babeas responde al nombre de «Cari». Podría llamarse Caridad aunque también pudiera ser un apelativo cariñoso. Sin descartar lo primero, me inclino más por lo segundo. La cara partida es cosa del novio del pibón, un bulldozer de dos por dos metros, sin contar el bate, con pinta de grillao.

—¿Pero por qué la ha tomado conmigo?

—Porque has tenido a bien increparlo por arrearle a su Cari un par de tortas afectuosas.

—Eso cuéntaselo a otro, Pitito. Por mi personalidad apocada, sino abiertamente cobardica, a lo más que me habría atrevido ante una situación claramente abusiva como esa es a tirar de la palanca de emergencia para salir por patas.

—Bueno, de hecho esa fue tu intención pero, por suerte, ahí estaba yo.

—¿Me has obnubilado para que me lanzase a cara descubierta contra un potencial asesino?

—Yo prefiero decir que te he convencido con buenos argumentos, pero el resultado es el mismo: te has abalanzado contra el tipo con los cuernos por delante, golpeándolo en el plexo solar. Como no se lo esperaba, se ha desmoronado sin poder darte las gracias. En la embestida te has roto la mandíbula, los nudillos y un tercio de la dentadura, pero mira la parte buena: con los morros partidos tienes disculpa para no hablar durante una temporada y así Cari no se entera de tu problemilla.

—¿Pero dónde está ese bestia ahora? Por favor, dime que no me ha reconocido.

—En los servicios públicos de la Avenida de América, en compañía del bate. Ocho manos se han necesitado para arrastrar esos ciento veinte kilos de peso muerto, instalarlo en posición genupectoral y hundirle la cabeza en el retrete. No parece que el muchacho tuviese muchos amigos en el metro; al menos en la Línea 4: el público se sorteaba las plazas para empujar. Que te reconozca o no cuando se le pase el jamacuco es difícil de prever. Todo depende de lo que le vayan las redes sociales porque, en este momento, eres trending topic. El caballero que está pulsando el «me gusta» te lo enseñaría si pudieras abrir los ojos.

—¡No puede ser!

—Pues díselo al que ha subido ese vídeo: el de la esvástica tatuada en el mentón es el novio. El mindungui que hace el juego de pies frente a la cámara en plan peso gallo eres tú.

—Pero va a creer que fui yo quien lo ha metido ahí, Pitito. Y una cosa es que te escarmienten y otra que te excrementen…

—Probablemente. De todas formas, ¿crees que eso cambia algo? Te los iba a cortar de todas formas.

Joselu sintió una arcada y hubiese vomitado de no concurrir dos circunstancias alentadoras: no había comido desde hacía tres días y Cari le besó la frente. Perdería las pelotas con dignidad si ese era su destino.

***

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Acerca de Máximo Disaster

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2 respuestas a Pecadillos de juventud (IV)

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