El viejo pulsa, distraído, el cajetín del semáforo. Piensa que es una pena no vivir en un piso bajo porque aunque la vivienda tiene ascensor, no salva los tres escalones que separan el portal de la entreplanta. Y él ya no está para estos trotes. Ni Magdalena, tan vital en el pasado y tan dependiente ahora. La vida no ha sido fácil para ninguno de los dos, separados por una guerra civil que en nada les concernía y que les quitó todo lo que les importaba: padres, hermanos, amigos… y a Magdalena. Suspira recordando la tarde revuelta en la que se juraron un amor eterno e inocente que él cinceló en el tronco de la higuera. Su abuelo arrancó el árbol poco después porque las raíces amenazaban con derribar la pared de la casa. Premonitorio, ¿verdad, Magdalena? Qué difícil es mantener la llama del amor en la distancia, querida mía. Yo, tratando de sobrevivir en un país roto y dolorido. Tú, tratado de enraizarte en un país joven y forastero, los dos engullidos por la urgencia de lo inmediato.
Quién nos iba a decir que la emoción de las primeras cartas —el corazón desbocado a la espera de una respuesta encendida— se suavizaría, arrastrada por la cotidianidad —la mía en forma de director de minúscula sucursal bancaria; la tuya de maestra de lengua española—, cediendo el paso primero a las misivas menos tórridas pero aún cálidas, después a las cartas amables de puesta al día y por último a las postales de cortesía que se abandonan sobre la mesa de la entrada, con las facturas y las llaves del coche. Cómo imaginarlo entonces.
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—Como me chingues la vida, te mato —dice el conductor.
No aparta la vista de la carretera. Habla con tranquilidad, sin un mal tono. Lo mismo podría haber dicho «Me estoy planteando dejar fumar porque carraspeo por las mañanas». Pero la mujer se pone alerta. Se nota en la forma de presionar las botas contra las alfombrillas de caucho, como anticipando un acelerón o una frenada en seco.
—Haberlo pensado antes de meterte en esto —continúa ante el silencio elocuente de ella—. Si lo has hecho para fardar delante de las pijas de tus amigas, es tu problema. De retirarte ahora, nada.
La velocidad del Audi supera en mucho los cincuenta kilómetros autorizados por el cartelón del túnel de Costa Rica que advierte del radar de tramo. La conducción del hombre es arriesgada, como de rally —nada que ver con el gesto tranquilo del rostro—. Lanza destellos a los coches que le anteceden, instándolos a echarse a un lado, y serpentea entre los carriles abriéndose paso a la fuerza. La mujer —una niña con exceso de maquillaje— mira a su acompañante por el rabillo del ojo. Duda entre hablar o callar. Opta por lo segundo y se repliega ante lo inevitable.
El viejo se sobresalta al oír el avisador del semáforo. Se arrepiente de perder el tiempo en ensoñaciones cuando debiera haberse preparado para cruzar la calle. No es fácil iniciar la marcha cuando cuerpo y mente no se reconcilian y las piernas desoyen cualquier orden. Y si responden —siempre a su libre albedrío— inician una carrerita corta, más parecida a un trote, el tronco adelantado como persiguiendo a la cabeza, a un tris de caer de bruces. Tampoco tiene la certeza de que ese impulso le lleve hasta la otra acera. ¿Te das cuenta, Magdalena? —sonríe ante lo absurdo de sus pensamientos— mi sino es que un accidente geográfico me separe de ti: el océano antes, la calzada ahora.
Clava los ojos en las líneas nítidas del paso de cebra y golpea el bastón contra el pavimento como si fuese el pistoletazo de salida. No pierdas de vista las rayas —se infunde ánimos—. No permitas que llegue el bloqueo. La calma regresa con la imagen de Magdalena. Una Magdalena reencontrada por casualidad y ya afectada por una enfermedad dulce que la ha devuelto a la higuera en una tarde ventosa de abril, a la juventud vigorosa, feliz y crédula. Ella ha retornado al pasado, cada vez más joven, más aniñada. Y él, él daría su alma por acompañarla.
El Audi sortea el cuerpo inmóvil que se debate por avanzar y frena en seco unos metros más allá. El conductor corre hacia el viejo y lo zarandea por los hombros con el rencor de una vida de hastío. La joven acompañante mira para otro lado.
—Casi me chingas la vida, viejo.
Retira las manos con repulsa al sentir el cuerpo inerte. El anciano cae despacio, el tronco hacia adelante, sin tratar de protegerse. Su bastón rueda alegre, siguiendo las líneas precisas del paso de cebra, hasta alcanzar la otra acera.
No, no, mal, ,muy mal, yo creía que iba a reírme, no se hace esto sin avisar.
Ahora en serio, me ha gustado mucho, me ha impactado. Me alegra leerte más a menudo 😉
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¡Qué paciencia tienes conmigo, Luna! Escuché en la radio la noticia del chaval que mató a un hombre de la forma más absurda y no me quedó más remedio que escribir el cuento. Conozco a varios parkinsonianos y sé lo durísimo que es vivir cuando el cuerpo va por libre. Besos, guapa.
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¿Por qué? Sí que tengo paciencia pero no la necesito contigo 😉
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Luna se me ha adelantado, como siempre. ¿Pero no decías que hacías un alto en tu carrera literaria? Me admira tu capacidad de trabajo.y esa facilidad con la que nos haces pasar de la risa al llanto. Triste, pero muy bonito..
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¡Qué va a ser capacidad de trabajo! Es como hacer bricolage (relaja y entretiene). Pero hoy ya no tengo más remedio que cerrar el chiringuito…
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A mí, no me ha parecido triste, al contrario, ahora el océano y la calzada ya no es un obstáculo para él, ni siquiera esos escalones tan difíciles de salvar . No ha sentido nada, todo se acabó en un abrir y cerrar de ojos, y ahora… su parte espiritual esperará en el éter por su alma gemela, sin necesidad de misivas tórridas, ni cálidas, ni tan siquiera amables. Allí, en el espacio dos lucecitas brillarán para que Carmen siga escribiendo así de hermoso.
Besiños desde Palmeira.
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Ay, qué bonito…
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Yo también conozco/convivo con un parkinsoniano y he reconocido las sensaciones de incomunicación entre cuerpo y cabeza. Un buen relato, bien hilado
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Querido o querida (no lo tengo muy claro, lo siento) noteclavesilustracion: acabo de visitar tu blog y sencillamente me han impresionado tanto los textos como las ilustraciones: la sensibilidad, el cariño y la emoción que desprenden cada uno de tus relatos es contagiosa. Pensaba leer el primero de ellos únicamente (¡ay, la falta de tiempo) y no he podido dejarlos hasta prácticamente el final (que terminaré esta noche). Mis felicitaciones por saber transmitir con tanta sensibilidad (y optimismo) una situación vital tan complicada para todos los miembros de la familia.
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Me ha conmovido este excelente relato. Ya iré leyendo pausadamente tu producción. Que tengas una buena jornada.
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Gracias por dedicarme tu tiempo, Antonio. ¡Espero no defraudarte! Un abrazo.
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