La importancia de llamarse Dioni

Cuando le llevaron esposado ante el juez, culpó de todo al Instituto Tecnológico de Massachusetts y a sus malditos estudios poblacionales.

—¿Cómo es posible? —preguntó el magistrado sin poder ocultar su curiosidad—. He oído justificar robos por necesidad, codicia, envidia, divertimento o incluso por mandato de una voz interior, pero ¿por un estudio?

—Solo sé —contestó el imputado— que antes de leer ese artículo era un cajero feliz —bueno, todo lo feliz que puede ser un cajero—, sin más aspiración ni deseo que cumplir honrosamente con mi cometido en el banco.

—¿Puede explicarse un poco mejor?

—Lo intentaré aunque no es fácil. Me llamo Dioni Torres Zamorano, tengo cuarenta y dos años y soy hombre de costumbres, poco dado a la juerga. Mi físico, como ve, es vulgarcete, y calificaría mi carácter de agradable, sin llegar a dechado de simpatía. Soy —en fin— un hombre del montón. Y soltero —ya ve, señor Juez, el amor no ha llamado a mi puerta—. Conservo un par de amigos del colegio con los que quedo de vez en cuando para hablar de fútbol y política, una hermana con la que almuerzo y discuto cada quince días y tres sobrinos a los que no veo casi nunca. Me gusta leer, pasear por el parque y dormirme frente al televisor. Nada muy excitante.

—Ya veo. ¿Y qué pinta aquí el Tecnológico de Massachusetts?

—No se lo tome a mal, Señoría, pero lo pinta todo. Hace un par de meses, desayunando en el Rincón de Juanjo…. allí tomamos los empleados del banco el café de media mañana —no todos juntos, claro, ya que ello nos obligaría a dejar la entidad vacía con el consiguiente perjuicio para el público, sino de de dos en dos o, a lo más, de tres en tres—. Yo, por lo general, lo hago solo…

—Perdóneme, señor Torres, pero debo tomar declaración a media docena de detenidos a lo largo de la jornada. ¿Podría saltarse los prolegómenos?

—Faltaría más. Como le decía estaba en el Rincón de Juanjo leyendo un periódico gratuito para entretenerme, cuando vi la noticia.

—¿Qué noticia? —el juez trataba de ir al grano.

—Los resultados de un estudio de amplio alcance, elaborado por el prestigioso instituto, según el cual toda persona lleva su nombre tatuado en la cara, como quien dice. De ser así, señor Juez, usted no tendría por qué consultar mi ficha policial: le bastaría con mirarme un ratito para deducir que me llamo Dioni y quién sabe cuántas cosas más. La segunda conclusión de los investigadores vendría a ser consecuencia directa de la primera, o lo mismo visto desde otro ángulo: si nombre y cara están indisolublemente unidos, y el rostro es reflejo del alma, el nombre ha de modelar por fuerza nuestra personalidad, con sus preferencias y antipatías, y con ello, nuestra vida y sus avatares.

—Sigo sin comprenderle.

—Tal vez le resulte más fácil si aplica la sencilla fórmula matemática siguiente: «Si A es igual a B y B es igual a C, entonces A es igual a C». Todo lo que tiene que hacer es reemplazar A, B y C por nombre, cara y alma, respectivamente.

—Soy de letras, señor Torres, no me líe.

—La cuestión es que al principio no di mayor importancia a la noticia pero a lo largo de la jornada laboral empezó a reconcomerme la duda. Ni mi padre ni mi abuelo, ni ningún otro familiar cercano o lejano, que yo supiese, se llamaba Dioni. ¿Por qué me habían bautizado entonces con ese nombre? Mientras arqueaba la caja, me decidí: investigaría el asunto. Dada mi mentalidad analítica, establecí tres líneas de actuación. Primera: confirmar, dentro de la duda razonable, si tenía cara de llamarme Dioni, nombre que, por otra parte, siempre me ha parecido feísimo. Segunda: verificar si el hecho ineludible de llamarme así era la razón de ser como soy, o sea, contable y solitario. Y tercera y, a mi juicio, la menos probable: ¿podrían haberse confundido mis padres al elegir mi onomástica y debieran haberme llamado, por ejemplo, José Tomás? ¿Y habría sido en ese caso torero? Establecidas las hipótesis de partida no quedaba más que someterlas a ensayo una a una.

—¿Y lo consiguió usted? —el Juez estaba interesado, aún a su pesar.

—La tercera opción la descarté prácticamente de inmediato. A diferencia de mi padre y de mí mismo —más bien pusilánimes y apocados—, mi madre, que en paz descanse, era una mujer resuelta, cabezona y con bastante mala uva; de las que llevan las riendas dentro y fuera de la casa. Imposible imaginarla ante el funcionario del Registro Civil dubitativa: «No sé, no me decido… me gustaría llamar al niño José Tomás, como el torero, pero me parece que Dioni encaja más con esos mofletes sonrosados». No: si mi madre me puso Dioni, ese era exactamente el nombre que quería ponerme desde el principio.

—Muy bien, pues con Dioni nos quedamos. ¿Y las otras hipótesis? —el juez echó un vistazo al reloj.

—Me hice entonces un selfie evitando cualquier contexto que pudiese relacionarme con un nombre en concreto sesgando los resultados. Si me hubiese fotografiado ante la Giralda de Sevilla, habría quien diría que me llamo Pepe, y si luciese barretina, sería Jordi. Opté, por tanto, por un fondo neutro —una sábana blanca— y un gesto comedido —ni serio ni sonriente—. La ropa con la que me fotografié no tiene mayor importancia, pues solo mostraba el rostro, pero le diré, a título de curiosidad, que era un pijama de franela. Elaboré, además, un listado de cinco nombres, todos ellos de la misma longitud para no dar pistas.

—Muy profesional, sin duda.

—Distribuí la fotografía entre los clientes del banco, con los que ningún contacto mantengo más allá del profesional, y les pedí que relacionasen el rostro con uno de los nombres enumerados. Descarté a quienes, a mi juicio, podrían conocer mi nombre de pila, algo poco probable por otra parte, porque en la sucursal nos llamamos por el apellido. Repetí la misma operación entre los asiduos del Rincón de Juanjo.

—¿Y cuál fue el resultado?— el Juez hizo señas al secretario judicial para que sacase un tentempié a los reos que esperaban en el pasillo.

—La proporción de aciertos fue del veinte por ciento: poco definitiva, a mi juicio, para descartar plenamente la intervención del azar. Pasé, por ello, a la segunda comprobación.

—Que era…

—Mi hermana Hernestina. Ya sabe, con la que me llevo mal. Hernestina me saca diez años y, aunque desconozco la causa, creo que me tiene tirria desde siempre.

—¿Le aclaró algo su hermana mayor?

—Inicialmente no, pero parecía molesta de que le preguntase por la procedencia de mi nombre. A la altura de los postres, y ante mis presiones, perdió los nervios y empezó a gritarme que era un estúpido y que cualquiera podía ver que no me parecía en nada a mi padre, sino al golfo del fontanero, y que esa era la causa de que ella fuese el hazmerreir del pueblo y de que su infancia hubiera sido un auténtico asco. Y lo peor de todo —me afeó— es que ni mi padre ni yo nos enterábamos de la misa la media.

—¿Me está diciendo que su padre no era su padre y que ni él ni usted tenían la menor idea?

—Lo juro.

—Y el fontanero era…

—… Dioni, apuesto trabajador de la construcción más célebre por su vida disoluta que por su cualificación profesional.

—Sería un duro golpe enterarse así, de pronto —el Juez parecía realmente compungido.

—Tampoco tanto porque en el fondo algo debía barruntarme. Pasé entonces a analizar la última hipótesis: la de que el nombre configura la personalidad. ¿Qué dionis conocía aparte del golfo de mi progenitor?

—Señor Secretario judicial —el magistrado alzó la mano indicando al imputado que aguardase un momento—: échele unos panchitos a los de fuera. Continúe, por favor, señor Torres.

—Obviamente el primero que me vino a la mente fue el gran Baco, conocido por los griegos como Dionisos y, como Dioni por familiares y amigos. Vividor, bebedor y mujeriego, guardaba bastante más similitudes con mi padre biológico que con el putativo. El segundo de mi lista, por orden de importancia y cercanía, era «El Dioni», nuestro insigne héroe nacional. Sumaba éste a los atributos del primero el de ladrón, exhibicionista y bizco, además de otras cualidades menores como la de usar peluquín —cosa que, curiosamente, también hago yo—. La lista de personajes por analizar era interminable: Dioni Papin, inventor de la marmita a vapor destinada a agilizar la fermentación de espumosos, Dioni el Exiguo, matemático famoso por establecer erróneamente, tras una cata de vodka, la fecha del nacimiento de Cristo y, con ello, todo posterior cálculo de los años de la era cristiana, o Dioni el Joven, más propenso a cultivar su enfermiza relación con Platón que a gobernar Siracusa…

—Concluya la enumeración con un etcétera, señor Torres, y pasemos a los alegatos finales —zanjo el asunto el magistrado.

—Como usted diga, señoría, solo quería dejar constancia de que el número de dionis famosos es interminable. Pero algo me ocurría a medida que me sumergía en el estudio de sus caracteres: sus muchas cualidades —que sin duda las tenían— me parecían un auténtico muermo. Por el contrario, las facetas más pícaras, villanas y humanas de sus biografías me hacían disfrutar como un enano. Ese hecho me planteó una nueva duda, en este caso de naturaleza ética: ¿encerraría mi cuerpo de honrado contable un alma de sinvergüenza, semejante a la de mi padre y a la de tantos otros Dionis?

–Algo así como un lobo con piel de cordero.

—Es una forma de expresarlo, aunque un poco tendenciosa si me permite decirlo, señor Juez. Sea lo que fuere, no podía vivir con esa duda. Por eso empecé a imponerme pequeñas pruebas. Registré, además, en una hoja excel el grado de emoción que experimentaba al superar cada una de ellas basándome en una precisa escala de intensidad en la que «0» equivalía a «nada» y «5» a «me pone muchísimo».

—Señor Secretario judicial, saque unas olivas y una copita de algo a los infelices que esperan a prestar declaración, porque hay que ver la hora que es. Por favor, vaya finiquitando, señor Torres.

—Las pruebas fueron aumentando en exigencia: primero me limité a desviar los céntimos de los redondeos. Después fueron cantidades más sustanciosas. Llegó a continuación la falsificación de cheques y siguió a ésta la suplantación de identidad documental. Todo ello sin dejar de acudir diariamente a mi puesto de trabajo y sin modificar ni un ápice mis magras costumbres. Mi vida interior —pues la exterior no experimentó más cambios que un incremento sustancial de mi patrimonio— se transformó en una auténtica vorágine. No comía, no dormía, sentía palpitaciones y transpiraba profusamente con solo pensar en cómo podía dar el palo. Hube de ampliar la «escala de intensidad» porque un cinco era insuficiente para puntuar los arrebatos de ansiedad que me embargaban; una ansiedad que solo conseguía aplacar cometiendo un delito mayor que el anterior. Los crímenes económicos no bastaban ya para detener el temblor de mis manos. Mi mente, desbordada, imaginaba escenas desmesuradas en las que me deshacía del director de la entidad y ocultaba sus miembros despedazados en tres cajas de seguridad del propio banco. ¿Dónde me detendría? ¿Culminaría esta escalada emocional con el asesinato, quizás? Ese pensamiento repetitivo y no otro, Señoría, fue el que me llevó a entregarme.

—¿Pero hizo usted todo lo que estaba en su mano por cambiar las cosas? ¿Trató de detener, de interrumpir esa… metamorfosis? Necesito saber si es posible parar en algún momento… quiero decir que… bueno, simplemente siento curiosidad por saberlo…

—Le juro que lo intenté, Señor. Muchas veces. Con todas mis fuerzas. Tire la toalla el día en el que me reconocí a mí mismo en la cara de un respetable abogado al que un reportero identificó travestido sobre el escenario de un club de mala muerte. Imitaba a la gran Conchita Piquer. Tan pronto vi su rostro, supe que también él había sucumbido al influjo de su nombre: prácticamente agradeció que lo hubiesen descubierto.

—¿De quién se trataba exactamente?

—Lo recordará usted, Señoría, porque fue portada en todos los medios. Y un terrible disgusto para familiares y amigos: José Mari era su nombre de pila, más conocido en el mundo de la farándula como «La Piquerona».

—Así que José María. Curiosa coincidencia… —suspiró el Excmo. Sr. Juez de la Sala de lo Contencioso, D. José María Sandoval, sintiendo un escalofrío de placer al recordar el provocativo conjunto de lencería que vestía bajo la toga.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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7 respuestas a La importancia de llamarse Dioni

  1. manusc12 dijo:

    He leído varios de tus textos y he de admitir que me han encandilado.
    Estaré al tanto de tus publicaciones, ¡un saludo!

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  2. Comencé este blog como un divertimento pensando que no interesaría a nadie más que a mí (y a veces ni eso) las historietas que cuento. ¡No sabes cuánto te agradezco tu comentario!

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  3. Magdalena dijo:

    Hace unas semanas releí » La importancia de llamarse Ernesto » y pasé unas horas muy agradables con la creatividad de Oscar Wilde. Hace un rato he releído ( porque lo leí ayer por primera vez ) » La importancia de llamarse Dioni » y he disfrutado de unos momentos muy placenteros, tanto, que el primero sólo le gana en la amplitud del texto. Es muy bueno, Carmen.
    Besiños palmeiráns.

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  4. ¡Pero qué exagerada eres, Magdalena! Te ciega el cariño. ¡Gracias por todos tus cariñosos comentarios!

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  5. Magdalena dijo:

    Te aseguro que me encantó. Es buenísimo.

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  6. Es buenísimo!!!!!😂😂👉👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👈

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  7. Sabes que te digo, Note: que si has entendido algo eres la «lesssshe» de perceptivo (o tienes una imagen desbordante). Aquí, en casa, nadie ha conseguido comprender el final (y si te digo la verdad, yo tampoco tengo muy claro que demonios quiero decir). Besotes.

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