Treinta y seis años han transcurrido desde entonces, treinta y seis años en los que difícilmente podría señalar -y no, no es una exageración- un solo día en el que la traducción no haya formado parte de mi vida.
Fruto del azar, conocí a poco de llegar a una capital de España aun aturdida y expectante por el reciente golpe de estado, sin más bagaje que la pasión por la escritura y una buena dosis de morriña, a Felisa del Valle Lersundi, directora y alma mater de Tissa Traducciones, una de las escasas agencias de traducciones que operaban en Madrid y a la que debo la que se convertiría desde entonces en mi profesión y medio de vida aun cuando nada fuese más ajeno a mis planes.
Los traductores sólidamente preparados que, particularmente durante las dos últimas décadas, se han incorporado al mercado de la traducción, difícilmente podrán hacerse una idea de las dificultades que entrañaba, por aquel entonces, dirigir y trabajar en una agencia de traducciones en un país que se afanaba por afianzar los primeros logros de una democracia incipiente y en la que la enseñanza de los idiomas y el interés por ellos distaba mucho de ser una prioridad.
Baste con recordar que, aun cuando el Real Decreto de 20 de julio de 1900 había introducido la lengua extranjera en la educación secundaria como respuesta a la [sic] «imperiosa necesidad de la vida moderna de relación de unos pueblos con otros y olvido del funesto aislamiento en el que hemos vivido», fue necesario esperar hasta 1983, tras múltiples y sucesivas reformas educativas y no menos recortes presupuestarios, para que ésta formase parte de la enseñanza obligatoria de 1º y 2º ciclo. Las Facultades de Traducción e Interpretación de Barcelona (1972) y Granada (1979) fueron los primeros centros públicos que ofrecieron estudios universitarios oficiales en un campo hasta entonces atendido por algunas escuelas de traducciones que impartían estudios no reglados. Pero la adhesión de España a la CEE marcaría un antes y un después en el reconocimiento del valor de la traducción.
Sin el respaldo de una política educativa clara en materia de idiomas y con un intercambio económico y cultural con nuestros vecinos europeos aún en pañales, el conocimiento y reconocimiento de las lenguas extranjeras era una tarea pendiente entre los españoles y muy pocas empresas y menos particulares valoraban la dificultad de la traducción y le otorgaban la importancia que merecía.
Sirva lo anterior para entender en parte las dificultades que encontrábamos los traductores noveles y en su mayoría autodidactas para formarnos en campos especializados concretos y localizar recursos bibliográficos y documentales, lo que subsanábamos con una minuciosa labor de búsqueda e investigación y voluntarioso aprendizaje autodidacta.
No puedo sino recordar con ternura aquellos años de trabajo artesanal, de inestables pilas de diccionarios -presididos por la omnipresente Enciclopedia Británica-, de ruido de papel apenas enmascarado por el fragor incesante de máquinas de escribir y teletipos y de uso exhaustivo de cinta correctora. Pero sobre todo, de esfuerzo e imaginación para localizar fuentes fiables en un mundo en el que internet no era más que una promesa lejana.
Mucho ha llovido desde aquellos primeros días y muchos son los proyectos profesionales y vitales que he emprendido en estos treinta y seis fugaces años, gran parte de los cuales no habrían sido posibles sin el apoyo incondicional de mi pareja, a la que no puedo más que agradecer las muchas horas que ha dedicado —a pesar de sus responsabilidades e intereses y, con frecuencia, a costa de ellos— a corregir mis traducciones o a subsanar mis dudas cuando me he enfrentado a un texto técnico o científico particularmente complicado.
Para bien o para mal, jamás me he sentido capaz de desligar mi vida de la traducción —con sus buenos y malos momentos—. Sigo levantándome cada mañana con las mismas ganas de aprender y enfrentarme a nuevos retos y, la verdad: menos mal, porque no creo que a estas alturas supiese hacer bien otra cosa.