Modern Society

La exposición del artista conceptual había empezado con mal pie. El «máximo representante de la nueva hornada de escultores capaces de expresar sin complejos, a través del ejercicio dialéctico de construcción, disolución y reconstrucción, los pensamientos más íntimos e inconfesables del hombre como ente individual y, paradójicamente, pieza indisoluble de la amalgama colectiva» estaba a punto de desmoronarse emocionalmente. Su agente artístico se esforzaba por levantarle el ánimo.

—Pero Txomín, joder, ¿quieres calmarte y empezar a achicar?

—¿Qué me calme? —el escultor, alterado, se mesa barba y cabello desbaratando el cuidado estilismo homeless—. ¿Eres tú quien me dice eso, oh Brutus? ¿Me pides que asista impasible a la inmersión de mi obra primigenia?

—Jamás me atrevería a aconsejarte como debes asistir a nada, Txomín. Eres un hombre de criterio, no un niño. Que asistas al espectáculo de la inmersión de tu prestigiosa y única obra con la apatía de un muerto o entonando una oda acompañada con lira, me la refanfinfla, si quieres que te diga la verdad. Pero no estaría de más que achicases agua o, al menos, telefoneases al servicio técnico. O mejor aún: a la señora de la limpieza. Lo haría yo mismo de poder despegarme del urinario.

«La obra de Txomín Iruretagboyena sutura polos opuestos e irreconciliables. Su reconocida y única escultura refleja, a un tiempo, verdades mentidas, silencios sonoros, fríos ardientes y tinieblas luminosas. Ante su visión, el espectador se siente mentiroso, santo, necio, genio, temerario y cobarde: hombre al fin y al cabo. Txomín es el maestro del oxímoron. Él mismo es un oxímoron superlativo».

Txomín, encaramado en una silla contemporánea —único equipamiento de la magnífica sala central del Palacio de Exposiciones de Velázquez, junto con su obra primigenia y los focos led del techo—, se acuclilló con cautela sobre el asiento; hundió un dedo en el agua tanteando la temperatura y sumergió, a continuación, todo el antebrazo. No pudo alcanzar el suelo cerámico cuyas baldosas intuía al fondo, desdibujadas por el agua, siquiera con el dedo corazón, aun siendo el más largo. Hombre previsor, Txomín —que no había aprendido a nadar en su infancia ni tampoco después— analizó la situación, antes de zambullirse, a partir de las variables conocidas, a saber: a) la porción de manga mojada, b) la longitud del dedo estirado, y c) la probabilidad de esmorrarse contra el fondo, si éste estaba demasiado próximo. Este cálculo preliminar le permitió establecer con moderada exactitud la altura del nivel del agua: la misma que la de su sobaco. Tranquilizado por los datos recabados, colgó los mocasines, de precio prohibitivo, en los largueros del respaldo de la silla; remangó las perneras del pantalón para facilitarse el movimiento; bajó las perneras del pantalón porque le estaban cortando la circulación en ambos muslos; trató de quitarse el pantalón a tirones sin conseguirlo; y se sumergió en el agua —con pantalón— al comprobar que la marejadilla provocada por el chorro del aire acondicionado se los había mojado hasta el tiro y que tampoco era para tanto.

En los remodelados inodoros públicos del Palacio, el agente artístico conocido como Brutus se enfrentaba entretanto a los tres modernos mingitorios de acero inoxidable. Con el vientre encajado en el urinario central, obturaba con ambas manos la trayectoria del haz de los sensores eléctricos que gobernaban el mecanismo de descarga de agua de los otros dos. Mantenía, además, la pierna izquierda doblada y desplazada hacia atrás, arqueando dolorosamente la columna, para retener en el interior de la tolva aquella parte del cuerpo que habría incrustado de forma más natural de no tener las manos ocupadas. Retorcía el cuello en dirección a la puerta a fin de que su voz llegase a la sala central nítida y sin trabas.

—Coño, Txomín, ¿se puede saber qué haces? ¡Se me está acalambrando la cebolleta! El surtidor este, o como se llame, solo se desactiva si estoy inmóvil. En cuanto me separo empieza a disparar agua helada. ¡Qué digo agua, esto es puro nitrógeno líquido! La pulmonía la pillo seguro.

Enmudecido por la congoja, el escultor —con el agua a la altura de los sobacos según lo estimado— se afanaba por pescar los calcetines que flotaban a la deriva en la sala de exposición, arrastrados por la marea procedente del servicio de caballeros. No fluía el líquido cual manso reguero, sino a borbotones, como torrentera en día de diluvio universal. Las oscilaciones volumétricas coincidían con esporádicos desvanecimientos del llamado Brutus o con sus maniobras para bloquear los eyectores averiados.

«Txomín nos epata con una colección integrada, hasta la fecha, por una única obra. Escultor minucioso y profundamente imbricado en el postmodernismo más ortodoxo —aunque su modestia le impida reconocerlo—, huye de cuanto pueda significar prisas o ligereza. Un universo como el suyo, repleto de referentes pasados, presentes e imaginados, requiere de meditación, introspección y de un profundo conocimiento de la naturaleza humana y de sus bajezas. Como explica el propio Iruretagboyena: «Mi obra magna «La podredumbre social huele a pies» es un innegable referente artístico. Tanto que yo mismo me siento deslumbrado por ella. Cuando la miro, no puedo por más que decirme: ‘La releche, ¡pero qué bueno soy!’».

La obra primigenia se alzaba solitaria e impresionante en el centro de la sala, sin más protección que un cordoncillo rizado de seguridad, sujeto a cuatro postes dorados —uno por esquina—. Trátabase de un catafalco convencional cuya estructura se había tapizado, en su integridad, con calcetines. Largos, pantorrilleros, tobilleros, pinquis, de cinturilla, desgomados, de comprensión, de descompresión, de algodón, de lycra, deportivos, ejecutivos, antideslizantes, forrados, ligeros, lisos, a cuadros, a rayas, con topos o con los cinco deditos diferenciados; el catafalco acogía cualquier modelo imaginable por un diseñador demente de calcetines agujereados y malolientes, dos cualidades que las prendas de la prístina obra cumplían a rajatabla.

Reposaban sobre la hedionda estructura, a modo de exequias, los restos mortales de un chorizo de cantimpalo —en el que no faltaban las esporas de hongos ni el hilillo de colgar—.

El escultor devolvía al catafalco los calcetines recuperados y escurridos. De vez en cuando tendía algunas piezas a blanquear, pendiendo del cordoncillo rizado, bajo la luz tibia de las luminarias. La eficacia de Txomín a la hora de retornar la escultura a su estado original asemejaba a la del niño aquel que acarreaba agua de mar en una minúscula concha pretendiendo llenar un hoyo en la arena. Pensándolo bien, quizás la eficacia del niño fuese algo mayor porque, después de todo, lo de la concha le sirvió para convencer al suspicaz San Agustín de lo incuestionable del dogma de la Santísima Trinidad, por chifladura que pareciese a primera vista. Al escultor, la recogida de calcetines solo le había servido hasta el momento para perder el estilismo y mojarse los corvejones, pues por cada par de medias colocado, el agua arrastraba media docena.

—¿Pero qué haces, tronco? No estarás pescando calcetines, ¿verdad? ¡Te advierto de que voy a retirar las manos y resto de aparataje de las células fotoeléctrica porque ya ni me la veo! ¡Esto ha alcanzado las proporciones épicas de un géiser!

—¿No podías haberte venido miccionado de casa o al menos darle menos al frasco, Carrasco? —estalla por fin el escultor, impotente, las lágrimas surcándole el rostro —también podría ser gomina humedecida—. ¡Esas fotocélulas de mierda han perdido la chaveta acongojadas por el tamaño de tu vejiga!

—Lo que me faltaba por oír. Veamos, ¿de quién fue la idea de sacarme de la cama para comprobar el «ambiant de l’exposition»? ¿Pero qué demonios había que comprobar si siempre expones lo mismo? ¿El olor a boñiga? De haber estado en mi casa, hubiese miccionado en mi propio retrete, coincidiendo con las noticias de las nueve porque soy hombre de costumbres, y no en este artilugio cibernético versión beta. Hace cuatro horas dormía tan ricamente la mona, soñando con la camarera de mi pizzería de referencia —a la que espero mostrar en breve la calidad de mi colchón doble capa viscolastix—, y ahora tengo las pelotas a remojo por culpa de un cretino inmaduro que no respeta el sueño de nadie.

—¡No me llames eso! ¡Inmaduro, no! ¡Sabes que no soporto que me llamen inmaduro! ¡Me hace perder los estribos! ¡No respondo de mí mismo! —Txomín, fuera de sí, arranca rabioso un buen puñado de calcetines —los que hace nada colocaba en el catafalco con cariño maternal— y lo arroja a la corriente dejando a la vista la estructura desnuda. Sin la protección del tejido, el chorizo de cantimpalo cae y se balancea pendido del hilo de sujeción.

«No tenemos la menor duda de que la exposición antológica del joven Iruretagboyena, cuyas puertas se abrirán mañana domingo, en el bellísimo entorno del Palacio de Velázquez, nos deleitará a todos como viene haciéndolo desde hace años. No obstante, se echa en falta una pincelada de sorpresa —en forma de nueva obra de este escultor preclaro—. El público anhela el parto creativo de un artista capaz de maravillar al mundo. Este humilde crítico no quiere ponerse en lo peor, pero teme que el destino de la criatura gestada por Txomín sea la soledad más profunda por el temor de su progenitor a no dar la talla con su segundo vástago».

—¡Te llamo lo que quiero, joder, que por algo te aguanto desde hace la pila años sin prácticamente quejarme! ¡Inmaduro, inmaduro, inmad….!!

Txomín se abalanzó hacia el cuarto de baño de caballeros con la furia asesina de un hipopótamo macho cabreado. Ciento veinte kilos de furia a una velocidad de unos cuarenta kilómetros por hora, descontada la resistencia del agua, son muchos kilos de furia. Por suerte para el llamado Brutus, el escultor —cegado por la rabia— no reparó en la puerta del servicio de caballeros identificado con motivos golfísticos —dos bolas separadas por un palo de golf en posición de saque—, y atizó el primer cabezazo a la cisterna encastrada del inodoro de señoras, identificado con motivos marineros —una almeja—. La cisterna respondió al envite activando sus propias células de descarga.

Ambos hombres se enzarzaron en un duro combate más perecido a un duo de natación sincronizada que a una pelea de gallos. Txomín mantenía la pierna estirada perpendicularmente a la superficie —la punta de los dedos en elegante arco— con la cabeza bajo el agua.

—¡Hijo de tu……! (glub, glub) ¡Atrévete a llamarme eso a la jeta, si tienes….! (glub, glub).

Ahora fue Brutus quien estiró la suya (la pierna). Las extremidades de los dos púgiles se cruzaron creando la grácil figura de un aspa de helicóptero.

—¡Inmaduro, pueril, cagapañales!

Txomín elevó a Brutus tomándolo por el vientre. Lo rotó sobre su cabeza a gran velocidad mientras éste —la espalda curvada en posición prono con las manos extendidas hacia atrás— se tiraba sin piedad de los empeines para aproximar los pies a las orejas. La figura del aspa de avión se transformó en un bote de remos.

—¡Pues tú eres un vago de mie…. (glub, glub) que puede presumir de viscolastix delante de las repartidoras de pizzas gracias al sudor de mis manos!

Ambos interrumpieron el intercambio de patadas por un instante para desplazar la cabeza a izquierda y derecha rítmicamente y en perfecto sincronismo. Batían además las piernas creando un bello efecto espuma.

—¡Y tú no te abres ni una lata de sardinas gracias al sudor de mis pelot… (glub, glub)!

Emergían y volvían a sumergirse los dos cuerpos, imprimiendo a las esbeltas nalgas —las de Txomín algo más carnosas— un sutil culebreo. Una salva de bofetadas bien coordinadas —una de Brutus por otra de Txomín y viceversa— marcaba el ritmo de este vals acuático.

Fuera, el público aguardaba en interminable hilera. Tras el conservador museístico, el director del Palacio, el organizador de la muestra, los críticos de arte, los colegas del ramo, los periodistas especializados y el personal de vigilancia y mantenimiento —que no ocultan su extrañeza ante la tardanza de la apertura— se arremolinaba una multitud variopinta compuesta por una familia del opus dei rodeada de niños gritones; una pareja de enamorados con manos, piernas y bocas entrelazadas; cuatro novicias escapadas del convento para conocer mundo; un señor que quería entregar la primera orina de la mañana, otro caballero con cabeza de pera y algunos patos procedente del cercano Palacio de Cristal. Todos ellos deseosos de acceder a la exposición animados por la violenta lluvia que ese domingo otoñal azotaba al siempre acogedor parque de El Retiro.

Lo de la lluvia fue providencial pues cuando las altísimas puertas de cuarterones del Palacio de Velázquez se abrieron de par en par, incapaces de soportar por más tiempo la presión de los dos danzarines, la estructura del catafalco, la silla —con los mocasines todavía enganchados a los largueros—, los cuatros postes dorados unidos por el cordoncillo, setecientas parejas de calcetines agujereados, al menos media docena de rollos de papel higiénico —también llamado papel del culo—, un chorizo y dos toneladas de agua, el público que hacía cola bajo el aguacero, apenas notó la diferencia, a excepción del conservador museístico que, al ocupar la parrilla de salida, fue arrastrado por la cresta de la ola. El servicio municipal de bomberos hubo de bajarlo de la copa de un cercano tejo, magnífico y venenoso ejemplar venerado por los druidas celtas como puerta de acceso a la otra vida. A juzgar por los gritos que pegaba el conservador para que lo bajasen, aún no estaba preparado para cruzarla.

«El inclasificable Txomín Iruretagboyena asombra una vez más a la crítica. Los diez años de espera han merecida la pena. Su nueva creación, «El mingitorio salvador», rompe moldes, estilos y tendencias. Tras un largo proceso de ingestión, digestión y evacuación, este «enfant terrible» nos seduce con su incisiva visión del mundo como «descomunal meada». La obra de Txomín, fugaz y evanescente, inaugura la denominada era del arte acuoso —por más que su artífice diga «que no, que no» por incomprensible modestia, probablemente falsa—. Atrás queda la belleza olfativa de «La podredumbre social huele a pies». El hijo ha asesinado al padre para ocupar su lugar —el tiempo dirá si merecidamente—. Crítica y público esperan impacientes la reapertura del Palacio de Velázquez para volver a deleitarse con la obra de este inconmensurable escultor en un entorno digno de su valía. Confiamos en que el ayuntamiento acelere los trabajos de reparación».

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
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12 respuestas a Modern Society

  1. Creo que en mi vida me había reído tanto: venía sólo con la intención de apagar el ordenador e irme a la cama. Se me ha ocurrido comenzar a leer la Society ésta, y ya no la he dejado hasta el final. Mañana repito.

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  2. Que relato más divertido. Me encanta como va subiendo el ritmo de la acción. La pelea es despiporrante y las críticas de los medios pues, como dice el dicho, la realidad supera a la ficción.
    Quiero más.

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  3. Lo he vuelto a leer y me he reído aún más que la primera vez. Engancha.

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  4. Magdalena dijo:

    Dicen que hacer reír es muy difícil. Parece que tú, lo consigues sin esfuerzo. Lo he pasado pipa con el vals acuático que se marcaban los dos protagonistas. El humor es una de las mejores prendas que se pueden vestir en sociedad.
    Besiños palmeiráns

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  5. ¿Sabes Magdalena? La exposición que cuento era «casi» real y el texto en cursiva «casi» se corresponde con el del folleto que entregaban a la entrada. Cuando visito una exposición de arte moderno, lo que más gracia me hace es cómo describen las obras: ¡me encanta esa forma presuntuosa de explicarte lo que estas viendo! Besitos.

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  6. Magdalena dijo:

    Besiños, Carmen. Escribes genial. Leo uno cada día, para que me rindan. Cuándo los termine los echaré de menos. Continúa escribiendo por favor.
    Salud, cielo.

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  7. «Tiempos líquidos», decia el sociólogo que recientemente nos dejó. «Tiempos modernos, tiempos salvajes», cantaba Jorge Martínez de Ilegales. Que capacidad descriptiva, que exhibición. Ah!, y por Magdalena sé que te llamas Carmen. Un abrazo Carmen

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    • Querido Álvaro: no había visto tu mensaje hasta ahora. No sé que le pasa a mi «avisador de mensajes» que funciona cuando le viene en gana. ¡Siempre encuentras las palabras perfectas para realzar cualquier texto por chorras que sea! Eres la releche, compañero. Que sepas que este finde me propongo adentrarme en tu «Nadie. Nunca. Nada»: me encantan las historias de seminaristas…

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  8. ¡Me parto con tus historias!Es que las veo muy cinematográficas. Perfectos guiones para unos dibujos animados «tinytoonsadventures»

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  9. ¡Pero si andas por ahí!! Un domingo acudí a una exposición en el palacio de Velázquez y flipé: no tanto por la exposición (que era una gran montaña de calcetines en medio de una sala vacía) como por el folleto que te entregaban a la puerta. Era alucinante: cuatro páginas dedicadas a explicar la razón por la que el autor había creado lo que había creado. El texto era muy parecido al que he puesto en cursiva y lo único que hice fue intercalar la historia de lo que imaginaba que debía haber pasado antes de la apertura. La verdad es que me reí mucho, tanto en la exposición como después recordándola. Un besote, note.

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