Lo vi al adentrarme en la rotonda. Estaba tan cerca de mí que habría podido tocarlo con solo bajar la ventanilla. En lugar de eso, miré al frente y confié en haber cambiado lo bastante como para que no me reconociese. Porque era él, estaba segura. Más flaco. Más ojeroso también. Y con barba.
Parada en el carril de la izquierda, a la espera de que el semáforo se abriese, lo seguí por el rabillo del ojo. Tendía una camisa de una cuerda atada entre dos olivos raquíticos con los que el ayuntamiento trataba de suavizar la dureza de aquel nudo enrevesado de venas y arterias que enlazaban la ciudad con la autopista de circunvalación. En el centro de la plazoleta, casi mimetizada con el suelo tapizado de pinocha, distinguí la cama abatible —cubierta con un edredón blanco—, próxima a un carrito de la compra y a un botellón, de esos que utilizan las fuentes de agua de oficina.
Pese a la claridad del día, la luz no se adentraba en la rotonda, ensombrecida por dos anchas pasarelas aéreas de hormigón que, en paralelo, la atravesaban de lado a lado. La cama habría sido imperceptible si un rayo de sol audaz no se colase por una rendija medianera —entre los pretiles de las pasarelas— rompiéndose en mil destellos contra el armazón plateado del carro de la compra.
—Eso sí que es una auténtica habitación con vistas —pensé recordando el catálogo de una conocida inmobiliaria de la zona.
***
—Ay, cómo están las aceras —se quejó Adela, frotándose el tobillo dolorido—. Si es que no puedes apartar la vista del suelo porque te la pegas seguro… Muchas gracias, caballero, creo que ya puedo apoyar el pie. No, no se preocupe: mi amiga me ayuda a volver a la oficina. No ha sido nada… gracias otra vez.
No pudo apoyarlo ese día ni el siguiente, pero aquel incidente fue el principio de una curiosa relación aliñada con café y sacarina.
Juan Casanova se incorporó discretamente a los desayunos que nos apartaban cada mañana del ambiente ruidoso de la delegación de hacienda en la que ambas trabajábamos. Al principio todo pareció fortuito. «Anda, qué casualidad encontrarnos de nuevo. Y qué, ¿cómo sigue ese tobillo?». Como quien no quiere la cosa, alargaba la conversación hasta alcanzar la cafetería, donde le pedíamos que nos acompañase. Desayunar con Casanova se sumó a nuestra rutina, como lo de comprar el cupón de la once o despellejar a la supervisora. No podría decir si me gustaba o no la presencia de este tercer miembro —convidado por imposición por sutil que fuese—, pero me sentía incapaz de zanjar una situación que tampoco me resultaba del todo desagradable: Juan Casanova, con sus pantalones chinos impolutos, su amabilidad un poco chulesca y su conversación ingeniosa, servía de contrapeso a una pasión fraguada al son de las Olivettis en la que yo me debatía entre sentimientos impuros sin tener muy claro si eran correspondidos. Como una adolescente enamorada saltaba del sonrojo a la audacia y de ésta al apocamiento con la misma rapidez. Tanteaba mis emociones, tratando de entenderlas. Quería que ella supiera y temía que supiese. La amaba y la odiaba en la misma proporción por hacerme sufrir. Adela alentaba ese sainete de frases de doble sentido y sentimientos enfebrecidos pero se replegaba en el último momento. ¿Lo hacía inocentemente, sin deliberación alguna? No lo sé. Creo que le divertía saberse adorada por otra mujer aunque nunca se planteó pasar de ahí. La presencia del hombre salvaba los momentos incómodos y me impedía ser más explícita. Gracias a él me ahogaba en un marasmo de dudas pero también sentía un extraño sosiego: mejor con Adela que sin ella.
Casanova nos confesó entre café y café que vivía en un piso compartido; que era pintor— «bastante bueno, no creas»— y que su pasado, como el de tantos, podría resumirse en un cúmulo de desencuentros, pérdidas y abandonos orquestados «por una maldita ansiedad que solo se apaga con el primer trago de la mañana».
—Perdí el trabajo, a mi mujer y los pocos amigos que tenía. No perdí la dignidad porque dudo haberla tenido nunca, pero me alegré de verme en la calle: podía compadecerme de mí mismo sin que nadie me censurase por ello.
—Eso se llama regodearse en tu propia mierda —aclaró Adela.
—Brindemos por ello. —Levantó su taza de café.
El día que Juan Casanova se presentó con un ramo de flores, algo se rompió en esos desayunos en los que se iban gestando sin prisas dos historias de amor paralelas, con Adela como protagonista absoluta. Nos contó esa mañana —o puede que fuese otra— que había participado años atrás en un estudio experimental. No lo había movido el afán de ayudar a la ciencia, siquiera a sí mismo, sino la «pequeña gratificación» que recibían los participantes, en su mayoría vagabundos, por las molestias de acudir al hospital durante el ensayo. «¡Molestias —exclamó—. Pero si aquello era un hotel de lujo, tan limpio y caldeado!».
Noté que se había afeitado y que olía a aftershave.
—Los investigadores hablaban de memoria ejecutiva, corteza prefrontal y otras mandangas que ni entendíamos ni nos importaban, pero uno de ellos dijo algo refiriéndose a mí que zarandeó mi cerebro abotargado: «Este hombre es la prueba viviente del daño que puede hacer el déficit de dopamina». Sí, señoras: mi vida y mis circunstancias eran resultado de la dopamina, o más bien de la falta de ésta. Mi inconstancia, mi indolencia, la ansiedad incalmable que me embarga día y noche se reducen a un miserable compuesto químico que mi cuerpo no produce en cantidad suficiente. No soy un ser despreciable. No soy un desecho humano. No carezco de alma: soy un hombre sin dopamina, eso es todo.
Presentía lo que se avecinaba. Me dolía el estómago.
—Llevo dos años sin beber, Adela, y hoy me han contratado. Por eso me he atrevido a traerte este ramo de flores.
Dejé de oír. No recuerdo cómo terminó la conversación. Adela reía abrazada al ramo como quien ha escuchado un chiste gracioso.
Los desayunos cesaron; no de golpe, sino paulatinamente, como una muerte anunciada. Presumo que por decisión de Adela. No volví a saber de Casanova. Adela dejó la oficina pocos meses después contratada por una multinacional. El ramo de flores aún permaneció bastante tiempo sobre el poyete de la ventana, metido en un vaso de palomitas tamaño familiar, reseco y rodeado de hojas marchitas. Antes de tirarlo a la papelera, separé un capullo seco: conservaba los pétalos aprisionados por un par de sépalos diminutos. Los fui arrancando uno a uno: está con él, no está con él…
***
Esta noche, después de meses de sequía, han caído rayos y centellas. El chaparrón golpeaba los cristales de la alcoba y el aparataje eléctrico iluminaba la estancia con un algo de fantasmagórico. Imaginé a Casanova cubierto con el edredón húmedo, tratando de protegerse del agua que caía a caño entre las pasarelas. Lo raro es que a él lo reconocí de inmediato pero no consigo recordar el rostro de Adela.
Las vueltas que da la vida… Una vez más, me dejas con la boca abierta con tu magníficas descripciones. No son para nada recargadas, cada palabra es certera y me imagino con facilidad lugares, personas y situaciones. ¡Buen finde!
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Pues entonces es mutuo.¡Buen finde, guapa!
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Frase final perfecta y abierta, muy buen relato.
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Gracias, Daxiel: ¡un placer tener noticias tuyas como siempre!
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Conociendo tus múltiples y altruistas actividades, no sé cómo logras tiempo para escribir tan magníficos relatos.. ¡Me encanta leerte!
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¡Pues que sepas que no me pierdo unos de tus trepidantes despistes!
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El relato te atrapa, y justo cuando crees adivinar por donde podría tirar, haces una pausa y te encuentras inmerso en un triángulo entre Olivettis y desayunos. Luego, el abandono y la incertidumbre –se fue con él o simplemente se fue…- Nueva pausa y el final te lleva al principio y comprendes el sentido del relato. El rostro de Adela ha desaparecido, la vida ha seguido su curso… Ahora bien, ¿cómo se llama ella?
Me encanta la historia y más aún la manera en que la escribes. Una gozada.
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¿Por qué será que cuando lo explicas tú suena mejor? Si leo una reseña de un cuento como la que acabas de hacer, creo que iría directita a leerlo. Gracias, Alvaro.
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Leer y sentir, es mucho; leer y pensar es cuanto puede desearse. Tus relatos hacen que consiga las dos cosas. Me ha encantado.
Besiños palmeiráns.
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Gracias, guapa: si no recibo tu mensajito, no me acuesto tranquila 🙂
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Me recuerda a la canción: Y si Adelita se fuera con otro. Y si Adelita no fuera mi mujer…la música ya la has puesto tú.
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Pues no lo había pensado, la verdad, pero como banda sonora no se me ocurre mejor elección…
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Totalmente de acuerdo con Luna y con Álvaro y Magdalena y Daxiel y palmeira y hasta con Eduardo y su Adelita. Todos lo han expresado tan bien que yo me quedo admirándome de este hombre sin dopamina y ese rostro que no podemos recordar con el tiempo
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¡Qué voy a decirte, noteclaves! Es un comentario tan bonito que emociona…
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