La adopción

Allí estábamos los cinco, embutidos en el sofá de tres plazas, con las espaldas rígidas, las rodillas recatadamente juntas y las manos apoyadas en el regazo. Sobre la mesita baja del salón humeaba el café oloroso. Dos bandejas de pastas de mantequilla, capaces de disparar el nivel de colesterol con mirarlas de refilón, reposaban sobre un tú y yo de punto de cruz. Moví con disimulo una de las bandejas para ocultar una manchita amarillenta que deslucía el conjunto.

Frente a nosotros, sentadas en sendos sillones de escay imitación Le Corbusier, las dos profesionales enviadas por la asociación evaluaban nuestra idoneidad psicológica como futuros adoptantes.

—Observo que la unidad familiar está compuesta por cinco miembros —decía la más joven, una pelirroja natural cuyos preciosos ojos nos escrutaban sin parpadear una sola vez—. ¿Están todos de acuerdo con esta adopción?

Imposible mentir ante esa mirada.

—Bueno —titubeé—, mi marido tuvo sus dudas durante algún tiempo, pero ahora está firmemente decidido.

La pelirroja miró inquisitivamente al díscolo, la ceja alzada.

—Sí —se apresuró a confirmar éste tomándome la mano por hacer algo.

—Y vosotros, niños, ¿sois conscientes de la responsabilidad que significa acoger a un nuevo miembro en la familia?

Los niños, a los que por lo general prefiero no dar la espalda por miedo a que prendan fuego a la casa, asintieron con beatífica sonrisa. La dulce Raquelita —artífice de diabluras cuya sofisticación deslumbraría a Maquiavelo— mostraba un gesto tan angelical que me pregunté si la habría juzgado injustamente toda la vida.

La otra mujer, entretenida hasta entonces en despegarse del paladar una pastita, optó por escupirla en la servilleta coordinada con el tú y yo.

—¿Y qué os ha hecho pensar en adoptarlo? —preguntó con cierta dificultad recolocándose la lengua.

—¡Es que mola un montón! —el benjamín de la casa estaba extasiado. Añadió:

—Tiene un ojo rojo y el otro inflado. Me encantan los ojos inflados porque es como si te hubiesen dado un balonazo en toda la jeta.

—¡Mamá —exclamó nuestra princesa, agitando los rizos— ya va a empezar a hablar de catanas y zombies y cosas asquerosas!

Efectivamente, el detalle del ojo hinchado era lo que más había gustado a mi hijo de la fotografía que nos había facilitado la asociación. De un tiempo a esta parte mostraba cierta predisposición hacia la estética gore, pero como por lo demás se comportaba de forma medianamente normal, dábamos por hecho que teníamos entre nosotros a un Stephen King en ciernes.

—Yo también le veo los ojos raros —nuestra primogénita escrudriñaba la fotografía—. Está como drogado. Vuestra asociación es de fiar, ¿verdad?

Algo me decía que la conversación no iba como debía. Me puse en pie de un salto.

—¿Queréis ver el resto de la casa? Os enseñaré la habitación de Guillermo. Nos gustaría que compartiese cuarto con él. Como es el pequeño… —dije de corrido.

La entrevistadora más joven devolvió discretamente una pastita a la bandeja alertada por el gesto de su compañera. Frunció la nariz pecosa.

—Sí, creo que será lo mejor. —Ambas mujeres me imitaron, levantándose de sus respetivos Le Corbusier. Al girarse para recoger el bolso, observé que la falda de la pelirroja, adherida a los muslos por la falta de transpiración del escay, revelaba un microscópico tanga. En la de su compañera distinguí, pegado al tejido que se tensaba sobre una nalga poderosa, un chicle Bazooka extralargo. Lancé una mirada elocuente a nuestra princesa.

Como papás-freelancer con horarios profesionales cercanos a la esclavitud, mi pareja y yo dedicamos a las labores del hogar lo justo para no ser amonestados por sanidad. Nuestra hada madrina —María— organiza desde hace años nuestras vidas: cada martes, durante cuatro horas, nuestro hogar reluce por los cuatro costados. Tal vez no sea mucho tiempo, pero esos instantes de orden inmaculado y olor a lejía son un bálsamo para mí.

Por desgracia era viernes.

Concluido el recorrido por un campo minado de canicas, patines, piezas de puzzle, pipetas de Quimicefa —Dios mío, ¿quién les habrá regalado eso, será un explosivo?— juguetes desmembrados, camas sin hacer y el inodoro «con un atascazo de órdago» —como tuvo a bien informarme la portadora del chicle—, me sentí la peor madre del mundo, la peor ama de casa del mundo y, ya puestos, la peor trabajadora por cuenta propia del mundo. Me despedí de las entrevistadoras con un apretón de manos que pretendía ser amistoso, pero que pareció intimidatorio. La más joven se desprendió de mi mano con esfuerzo. «Tardaremos un par de días en redactar el informe —dijo a modo de despedida— y nos pondremos en contacto con vosotros para informaros de la decisión del comité, sea positiva o negativa». «Les hemos caído fatal, sobre todo yo», pensé.

A punto de cerrar la puerta, mi hijo, hasta entonces aferrado a mí, se soltó y se abrazó a las piernas de la mujer de mayor edad. «Lo vamos a cuidar muy bien, te lo prometo», susurró con su vocecita infantil. La entrevistadora lo miro, primero sorprendida, después enternecida. Le acarició el pelo y sonrió. Conozco de sobra esa estrategia infantil, perfeccionada por Guillermo hasta cotas insospechadas, pero juro que yo no le pedí que lo hiciese.

Una semana después Pixi entraba en nuestras vidas: caballuno, tierno, alocado, estrábico y siempre dispuesto a enzarzarse en una buena batalla campal con los perros del vecindario, nos estaba predestinado. Ni siquiera María fue capaz de meterlo en vereda. Con Pixi hemos vivido trece años de emociones diarias —dentro y fuera de casa, en el campo y en la urbe—, algunas de ellas zanjadas en el cuartelillo de la Guardia Civil. Los recuerdos de nuestra vida familiar están marcados por sus hazañas. El precio de nuestra prima de seguros también. Una gran fotografía suya, con el ojo bizco, preside el salón de casa. «¡Cómo voy a dejaros solos si sois un desastre de familia!» —parece decir—. Y los cinco estamos convencidos de que sigue con nosotros.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
Esta entrada fue publicada en Cosas de la vida. Guarda el enlace permanente.

15 respuestas a La adopción

  1. Anónimo dijo:

    Justo hoy hablaba en la comida de Pixi…parece que me lees el pensamiento.

    Leyendo este relato, me reafirmo en que no cambiaría absolutamente nada de nuestra familia.

    Me haces disfrutar como una enana con tus relatos.

    Me gusta

  2. lunapaniagua dijo:

    Oh, qué pena el final…
    Pero el texto una bomba, aunque no sé si tienes una cámara en mi casa y nos has utilizado para coger ideas, ja, ja. Desde la primera frase, los cinco en el sofá… y bastantes detalles más. Unos puntazos buenísimos, he disfrutado un montón leyéndolo. Un besote.

    Me gusta

  3. Mejor contado…, ¡imposible! A pesar de conocer la historia -las historias- de Pixi, el final me ha cogido por sorpresa y emocionado.

    Me gusta

  4. Hoy, de casualidad, estaba viendo unas fotos del verano: los chavales estaban tirados por el suelo y él repatingado sobre las piernas de todos ellos. Tenía la misma cara de «beodo» de siempre y me dio la risa. Genio y figura hasta la sepultura. Muchas gracias por estar siempre ahí. Un besazo.

    Me gusta

  5. Daxiel dijo:

    Es lo mas hermoso que nos pasa, que un alma animal nos abrigue, te escribo esto y volteo mi mirada para ver a Toby, doberman marron que desee tener y espere más de veinte años en ir a buscarlo…

    Me gusta

  6. Enternecedor y divertido relato. Se me ha quedado encajada la sonrisa como un tónico facial😊😘

    Me gusta

  7. ¡No creo que te hagan reír tanto como a mí los de Pablo! Es como oírle hablar a él sin «intermediarios» (más ahora que conozco su voz). Hay relatos con alma, y los vuestros (Pablo aportando las experiencias, tú contándolas e ilustrándolas) están repletos de vida. Tienes en mí una «rendida admiradora» y no exagero ni un pelo… un beso, noteclaves.

    Le gusta a 1 persona

  8. Magdalena dijo:

    Siempre hay tantas cosas que contar de estos fieles e increíbles animales… Pero, poca gente sabe contarlas así de bien.
    No recuerdo quién decía » Cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro »
    Los míos, Pipa, Odín y Niva, después de leerle el relato, me han dicho que te diga que te quieren.
    Besiños palmeiráns.

    Me gusta

  9. Y qué lo digas, alguna que otra vez he tenido esa sensación. ¡Dales un achuchón de mi parte a los tres y un beso para ti!

    Me gusta

  10. Pues a mi me ha pasado como a noteclaves. Con la sonrisa me he quedado. Un abrazo!

    Me gusta

  11. Gracias, Álvaro: en esta historieta no puedo decir eso de «todo parecido con la realidad es pura coincidencia» … y sí aquello de «la realidad superó con mucho a la ficción» ¿Para cuando los microrrelatos? Creo que los bordarías, de verdad.

    Me gusta

Deja un comentario