Un restaurante con mucha clase

Caraculo estaba grillado, vale. Pero que se volara los sesos nos cogió por sorpresa a todos. No fue una decisión acordada, pero nadie ocupó su silla. Y allí seguía vacía, tarde tras tarde, cuando jugadores y curiosos nos apretujábamos en torno a la mesa de mus.

***

La nuestra era una «colonia de vacaciones» preconstitucional, de esas que surgieron como bosquecillos de hongos tras aguacero, a las afueras de la ciudad, en las postrimerías de la dictadura: hileras de chalets cuadrados, macizos y sobrios, con tejados de cuatro aguas, un pequeño mirador circular en la fachada y una estrecha franja de jardín que los estrujaba por los cuatro costados como cinta de regalo. Estas viviendas, inicialmente vacacionales, fueron ocupadas después por una alta burguesía progresista y bohemia, a la que atraía la idea de un entorno bucólico y pastoril a tiro de piedra de la vertiginosa metrópoli. Con el despliegue urbanístico, aquellos chalets de extrarradio se incorporaron a la ciudad. Se asfaltó el pavimento, se numeraron las calles, se plantaron arbolillos raquíticos y se construyeron —para pavor de la segunda generación de colonizadores— bloques de feos apartamentos en los terrenos adyacentes. Por razones que solo el azar conoce, actuaron estos como cordillera protectora de aquel valle salpicado de casitas y, aunque no lo guareció por completo de las fiebres de unos tiempos convulsos, sí tornó el desenfreno más casero y cercano. Gracias al macizo montañoso de hormigón y ladrillo, mantuvo la colonia el aspecto démodé que tanto gustaría, pasados los años, a escritores y cineastas de la posmodernidad. Con el planeamiento urbanístico también llegaron los bares y colmados. Pero ninguno eclipsó al restaurant Carrió.

Carrió era lo más parecido a un anticipo de lo que la moderna democracia nos depararía en los años siguientes. Jóvenes falangistas, amas de casa bingueras, asistentas de libranza, señoronas de perpetuo astracán, profesionales modernos, obreros de pitillo en la oreja, taxistas que lo han visto todo, pilinguis maduras, buenos y malos estudiantes, borrachos desocupados, desempleados abstemios, faranduleros, musas del destape, cantantes de voz rota, ovejas descarriadas de familias bien y una nutrida horda de adolescentes dispuestos a probar cualquier bálsamo que les abriese de golpe las puertas del cielo, nos mezclábamos sin recato entre las paredes desportilladas de Carrió, ajenos a cualquier diferencia de edad, credo o clase social.

Dirigían Carrió, con mano férrea, dos matrimonios que compartían vivienda, negocio y odios enquistados. La casa familiar ocupaba la planta superior del chalet y el restaurant la baja. Este último se había repartido en tres ambientes bien diferenciados para evitar encontronazos entre los dueños. Narciso –deslenguado y poco amigo de desodorantes– atendía el bar, en realidad un pasillo largo recorrido por un aparatoso mostrador con atrapamoscas eléctricos, en un extremo y otro, que expulsaban de continuo humos, trallazos y olor a chamusquina sin que la población de moscardones decayese lo más mínimo. La selección de tapas se reducía a dos: olivas o salchichón y, en cualquiera de los casos, los asiduos acostumbrábamos a voltearlas en el platillo para verificar que no tuviesen patas. La cocina sin salida de humos era terreno de las mujeres —los días pares de una, los impares de la otra—, y el cubículo trasero al que se accedía por un vano sin enmarcar al que denominábamos «el Despejacornudos» porque te desgraciaba la frente si olvidabas bajar la cabeza, era el reino de Justino, un monarca rubicundo siempre dispuesto a mentarte a la familia. En esta trastienda, además de las mismas olivas, del mismo salchichón y de las mismas cucarachas que en el bar, se vendían fajas, medias de nilón con costura trasera y talón cubano, leche y huevos a granel, vino peleón y botellas irrellenables de güisqui, coñac y ginebra, nacional y de exportación, que Justino rellenaba con una gruesa jeringa con el arte de un cirujano avezado. Una puerta metálica instalada al cabo del mostrador daba paso a un jardincillo fraccionado, por escuálidos alibustres, en múltiples y apretadas celdillas. Allí nos amontonábamos, en la celda del panal que por la fuerza de la costumbre nos correspondía, y —unos sentados y otros de pie en torno a las mesitas herrumbrosas— jugábamos al mus, destrozábamos canciones, copiábamos chuletas con la vana esperanza de aprobar algo, discutíamos sobre la vida y la muerte, nos enamorábamos y desenamorábamos con igual rapidez, compartíamos porros de pésima calidad y lo bebíamos todo a condición de que no fuese agua, esperando en estado de dulce inconsciencia que la vida nos acariciase de refilón.

Caraculo era, de todos nosotros, el que procedía de una familia más desestructurada, lo que lo situaba en la cima de nuestra escala de valores, posición afianzada por el hecho de ser el único que disponía de algo parecido a un sueldo en una pandilla en la que la mitad vivía de la famélica paga familiar y la otra del gorroneo de la primera. Porque Caraculo trabajaba en Carrió, a cambio de las propinas, tomando la comanda, sirviendo el cocido de la casa y evitando que las patronas se sacasen los ojos entre los fogones que la afluencia de público dominguero les obligaba a compartir.

La madre de Caraculo era una hembra bien entrada en carnes, de buen ver, al menos para unos pardillos testosterónicos como nosotros que nos aposentábamos los sábados por la mañana frente a su casa —un bloque de mala calidad que parecía envejecido el mismo día de su inauguración— para verla tender la ropa en la terraza, con un minúsculo salto de cama a medio cerrar que dejaba escapar sus pechos de matrona. A Lajuani le hacía gracia vernos allí y de tanto en tanto se agachaba a recoger una prenda caída por descuido, mostrándonos un culo orondo y carnoso que nos hacía suspirar como rinocerontes en celo. Su último novio, un policía de la antidroga que complementaba el sueldo revendiendo partidas incautadas, no se llevaba bien con Caraculo y, por empatía, tampoco con nosotros.

Prematuro y a medio hacer, la matrona había cubierto la diminuta cabeza de Caraculo con un pañal, a poco del parto, para que «la pobre criatura no pierda calor». Cuando lo entregó a la madre, con un pañal en la cabeza y otro en el culo, que envolvían casi por completo el pequeño cuerpecito, Lajuni lo apoyó sobre una de sus hermosas tetas, diciéndole «Ay, qué poquita cosa es mi caraculo». Y con Caraculo se quedó el niño.

—¿Pero de verdad que no te importa que te llamen así? —le preguntaba yo incrédulo.

—A mí solo me importa una cosa, tron: que me toquen las baquetas —contestaba.

Las baquetas a las que se refería eran regalo de su padre. Se las dio cuando cumplió cuatro años, con la promesa de que la batería llegaría en el aniversario siguiente. Fue lo último que recibió de él. Caraculo profesaba admiración casi infantil por el recuerdo de su padre, del que explicaba, con orgullo mal disimulado, que era «un marine de Torrejón al que movilizaron cuando las cosas se pusieron jodidas de verdad con los cabrones del Vietcong». Dependiendo de su estado de ánimo, lo imaginaba muerto en el frente, entre efluvios de napalm, o perdida la cordura por efectos del gas mostaza, en un hospital psiquiátrico. El cariño indestructible por el padre se condensaba en las inseparables baquetas, que acariciaba inconscientemente si le embargaba la melancolía o con las que aporreaba cuanto se le pusiese a tiro si se sentía contento.

Caraculo era el único de nosotros cinco que no probaba el alcohol barato de Carrió porque, como el mismo reconocía, «me pone el cerebro del revés y, tron, no siento más que ganas de liarme a hostias con todo el mundo». Alguna vez tuvimos ocasión de comprobarlo, como aquella en la que le arrancó dos dientes al Pati de un baquetazo por llamarle hijodeputaperodeverdadelabuena arrastrado por la emoción del juego de naipes. No creo que el Pati llevase mala intención al mentarle a la madre, a la que todos considerábamos un poco nuestra, y Caraculo habría sido el primero en reírle la gracia de no haberse pimplado una botella de calimocho. Pero el cerebro ya se le había vuelto del revés y tuvimos que agarrarlo entre cuatro para que dejase de arrearle con la baqueta. Hasta cuando conseguimos tumbarlo en el suelo seguía echando espumarajos por la boca.

El Pati no se recompuso los dientes, alegando que sus padres no tenían dinero para pagarle la ortodoncia, pero en su fuero interno le alegraba haberlos perdido porque podía escupir por el agujero con más precisión que nosotros. Claro, con mirilla, cualquiera, se quejaban los demás. Caraculo le pidió perdón, a él y a todos, y para desagraviarnos nos invitó a comer en Carrió el domingo, con un escueto «cuando recoja los platos, los rebaño y os saco un cocido». Que nadie considere esto un desmérito porque era bien sabido que cuando Narciso gritaba desde la puerta metálica, dirigiéndose al personal que aguardaba hambriento en el apretado jardincito: «Han salido cuatro raciones más de cocido, ¿a quién le toca?», no eran otra cosa que los despojos desechados por quienes habían comido antes. Pero todos se apresuraban a levantar el dedo.

Caraculo soñaba con una batería que le proporcionase la fama. Una fama que —repetía machaconamente— le llevase al otro lado del océano donde encontraría a su padre entre hileras de cruces blancas o entre paredes acolchadas. El final soñado siempre era el mismo: un monumental concierto aporreando la batería, en el interior del cementerio o del psiquiátrico. En esta última ensoñación, el padre, recuperada la memoria, corría a abrazar a su hijo entre llantos y risas. Y me lo traigo para casa, tron, concluía Caraculo, dándole una calada al canuto.

El domingo amaneció como cualquier otro: resacoso e indolente. Me cubrí la cabeza con la manta para tratar de paliar el sonido desabrido del timbre, pero la urgencia de mi madre al abrir la puerta de mi cuarto no me auguró nada bueno. La madre de tu amigo pregunta si lo has visto. Está en la salita, hijo.

Esperé a que cerrase la puerta y me abalancé sobre el cajón de los calcetines. Comprobé que la bolsita de coca seguía en el interior de uno desparejado. Caraculo, le había preguntado sintiendo una punzada de miedo en el vientre, ¿estás seguro de que no se va a enterar el cabrón del madero? Él se rió de mis temores. Qué va, si tiene un montón, tron. Guárdamelo un par de días, ¿vale? Esto es la entrada de la batería.

Me vestí con la camiseta del día anterior, a pesar del mal olor que desprendía. Lajuani tenía los ojos enrojecidos y me pareció que, sin pintura, estaba mucho más guapa. Nunca la había visto tan recatada, con las rodillas juntas como una colegiala modosa. Los restos astillados de las baquetas reposaban sobre su falda.

Estaba en la trastienda de Carrió, acurrucado en una esquina. Todavía sujetaba la Star 28 del novio de Lajuani y se había trapiñado —según se quejó Justino— por lo menos cuatro botellas de güisqui de importación. Antes de correr al water para tirar la coca y vomitar, pensé que esta vez la cabeza sí que se le había vuelto del revés del todo y que esperaba que por lo menos hubiese encontrado a su padre.

Un día después incineraron a Caraculo. En el columbario, Lajuani se acercó a mí y me dio un beso. Sé que eras su mejor amigo —me susurró—, pero debiste aconsejarle que no se llevase la coca. Marcelo es listo y nunca se le habría pasado por alto. ¿Sabes lo que más siento, Dani? —me acarició la cabeza— que las baquetas las compré yo. Las compré yo, ¿entiendes? Porque me daba pena. A saber quién era su padre. Si ni yo misma lo sé…

De negro y sin pintar estaba preciosa.

Acerca de Máximo Disaster

Traductora a tiempo completo y escribidora cuando puedo.
Esta entrada fue publicada en Cosas de la vida. Guarda el enlace permanente.

41 respuestas a Un restaurante con mucha clase

  1. lunapaniagua dijo:

    Solo he leído «caraculo estaba grillado» y ya se me saltan las lágrimas, ja, ja. Bueno, voy a seguir leyendo…

    Le gusta a 1 persona

  2. Uy, pues estaba a punto de borrar el cuento porque «mi calvario» me dice que, con la cosa de acortarlo para que no se haga interminable, el final está embarullado y no se entiende. Me voy a sacar al chucho y, a la vuelta, trato de aclararlo. ¡Siempre estás ahí, Luna! Eres impresionante. Un beso, guapetona.

    Le gusta a 4 personas

  3. Reconozco que he leído poco de lo que escribes pero este relato tiene tantos condimentos, tantos detalles, acotaciones y comentarios al margen que le dan una riqueza increíble. Y cada personaje es único. Me ha encantado, Carmen.

    Un abrazo

    Le gusta a 3 personas

  4. Gracias, Claudia: justo cuando estaba releyendo el cuento para corregir las faltas, me puse tu «Danish Girl» y pensé: «si tuviera que elegir una banda sonora para este relato, sería exactamente ésta». Mucha gracias por leerme y por tus aportaciones.

    Le gusta a 3 personas

  5. bienestardesdetucasa dijo:

    Es impresionante el talento que tiene. Me quede perpleja… sobretodo con el final…

    Le gusta a 1 persona

  6. Gracias, Bienestar: ¡no sabes cuánto agradezco tu comentario! Un abrazo.

    Me gusta

  7. Me encanta leer relatos tan bien escritos, amenos y entretenidos. Felicitaciones Máximo.
    Saludos y bella noche.

    Le gusta a 2 personas

  8. Gracias, Patricia. ¡Buenas noches para ti también!

    Le gusta a 1 persona

  9. manoloprofe dijo:

    ¡Qué bueno…! ¡Abrazo! 🙂

    Me gusta

  10. Se agradece el cumplido, Manolo. ¡Buen fin de semana!

    Me gusta

  11. Tony Franco dijo:

    Lenguaje exquisito, como siempre.
    Se puede hacer una serie de TV con tus tragicomedias mucho más jugosa que las actuales. Enhorabuena, Carmen.

    Le gusta a 1 persona

  12. Gracias, Tony: ese comentario venido de un experto en suspense gótico sienta de maravilla. Un abrazo.

    Le gusta a 1 persona

  13. Raquela dijo:

    Que pedazo relato! Las descripciones te obligan a ser uno más de la historia.
    Que bien te sienta cumplir años, escritora!

    Le gusta a 1 persona

  14. Que pasada Carmen. Desde el comienzo… Pues eso, nada más empezar ya sabemos el desenlace y, por eso, queremos saber como ha podido suceder algo así. Y para allá nos vamos, por esos paisajes pre y post constitucionales, hasta llegar ante el restaurant… Entramos. ¡Bienvenido al mundo de caraculo! Arborescente, divertido, emocionante…
    ¡Ah!, y ese final ya anticipado al comienzo. Pues todavía hay más: están las baquetas, está el corazón de Lajuani. De tus relatos, me ha parecido uno de los más humanos. Enhorabuena compañera.

    Le gusta a 2 personas

  15. Je, je: he llegado a casa y me he ido directita al ordenador para ver si había mensaje tuyo, dándome el visto bueno y, sobre todo, para leer (y releer) tus aclaraciones. Es que si no, mis cuentos no son lo mismo… Me encanta que te guste, compañero. Un abrazo.

    Le gusta a 2 personas

  16. Pero que bueno, es fantástico. Obvio que me ha encantado. Las descripciones, la trama, el desarrollo y el final. Además siendo un relato de un «cierto» tamaño es muy dinámico y mantiene el interés en todo momento. En fin que me ha encantado, siento no ser más original, pero te aseguro que lo digo de corazón. Enhorabuena ¡¡¡

    Le gusta a 2 personas

  17. Cuánto te agradezco tu comentario, Carlos. Quizás el dinamismo se deba a que hay en él un trocito de mi juventud y eso hace que las palabras fluyan sin necesidad de llamarlas…

    Le gusta a 2 personas

  18. Eduardo dijo:

    Carrió era como “Cheers” pero infinitamente más cutre y auténtico. Cualquiera de los personajes que daban a parar con sus huesos en su barra, comedor o jardines merecería un capítulo de una saga que mezclara los estilos literarios de Philip Roth, García Márquez y Eduardo Mendoza con ilustraciones de Ibáñez, Quino y Hugo Pratt….vamos un potingue literario al que sólo podrían dar forma la egregia autora de Máximo Disaster y su no menos afamado ilustrador Pablo Matera. Sería algo como El Quijote reescrito por Chiquito de la Calzada o Gran Hermano 18 dirigido por Ingmar Bergman…

    Le gusta a 2 personas

  19. Mis más querido groupie: ¿una novela protagonizada por un hidalgo cañí ensartando con un palillo las cucarachas de Carrió? ¿Y que reúna los estilos de Roth, Márquez, Mendoza, Ibañez, Quino y Pratt con un toquecito de Matera? ¿Na más? Eso está hecho: dame un par de semanitas…

    Le gusta a 1 persona

  20. Cuando leo tu última narración siempre me digo “esta es el no va más. No puede escribir otra que la supere”. Llega la siguiente y es todavía mejor.
    Y ya que te lo han dicho todo los que se me han adelantado, yo quisiera hacerte una pregunta: ¿la zona en la que sitúas tu historia no será acaso el lugar donde estuvieron ubicados los Esudios de Cine Sevilla Films o Chamartín? En mis estancias en Madrid durante el mes de septiembre, mis primos y yo realizábamos nuestras correrías por lo que luego sería la Prolongación de Príncipe de Vergara, llegando hasta la “Cuesta de los Sagrados Corazones” que todavía era de tierra. Queríamos ver a Tyrone Power en el rodaje de “Salomón y la Reina de Saba” y no lo logramos porque en esas fechas rodaba en Zaragoza, creo. Cuando volvió a Madrid yo ya estaba en Galicia y un poco más tarde se murió rodando en Madrid. El protagonista de “El signo del Zorro” era uno de mis actores preferidos. Para ir a los Estudios cruzábamos varias Colonias: Pilar (en la que vivíamos) Cruz del Rayo, Viso… Sin peligro, lo mismito que si viviésemos en una aldea. Íbamos solos al cine. Y de la droga…ni idea. No sabíamos ni que existía. Eran otros tiempos,.. También viví de lleno la época en la que sitúas tu cuento.
    Un montón de besos y no dejes de deleitarnos con tus estupendas historias de humor agridulce que dejan huella.

    Le gusta a 2 personas

  21. ¡Lo has clavado! Sí, ahí se desarrolla la historia. Y aunque yo llegué a Madrid bastante más tarde de las fechas de las que hablas, todavía tuve ocasión de conocer esa urbe más parecida a una pequeña ciudad de provincias, con zonas sin asfaltar, casitas con huertas e incluso de pastores con sus rebaños (guardo como recuerdo una cicatriz en la barbilla que debo a una preciosa cabritilla). Rememorando mi niñez, no se me ocurre un lugar mejor para vivir que aquellas calles siempre repletas de chiquillería. Me hubiera encantado que mis hijos hubiesen conocido esa experiencia y no la de urbanizaciones cerradas y tardes de clases extra-escolares. Aunque quien sabe: tal vez esté entrando en esa edad en la que tanto se idealiza el pasado… Un beso y ¡muchas gracias por tus estupendas aportaciones!

    Le gusta a 1 persona

  22. Mukali dijo:

    Alucinante relato, Carmen…lo aplaudo por lo bien escrito que está y lo real que resulta, muy en plan Almodóvar aunque en otra época. Clavas el contexto con tus descripciones transportándonos directamente a ese lugar, a ese curioso restaurante en donde la variedad está servida. A los personajes los envuelves de un aire cómico que resulta completamente adictivo. Al final detrás de todas esas pequeñas incursiones humoristas que nos haces tan bien, veo un logro fascinante: ese paseo por la escritura de la diferencia y la aceptación de tantas y tantas emociones que nos hacen humanos.

    Lo dicho: una delicia leerte.

    Besos.

    Le gusta a 2 personas

  23. Mukali, ¡qué se me saltan las lágrimas! No tengo palabras para responder a ese comentario tan precioso… muchas gracias, guapa.

    Le gusta a 1 persona

  24. Magdalena dijo:

    La imaginación querida Carmen, es una especie de complemento de los sentidos, pues representa lo que nos han transmitido alguna vez. Tu creatividad es sobresaliente, erudita, y con esa pizca de humor que le da el punto justo de sabor a tus textos.
    No me hagas esperar demasiado por el próximo.
    Besiños palmeiráns.

    Le gusta a 2 personas

  25. Para erudición, la tuya, Magdalena: me repito mucho, lo sé, pero siempre encuentras la palabra adecuada. Para quienes nos gusta escribir (creo que lo sabes bien porque también eres de las que no necesitan mucho para empuñar el teclado o el bolígrafo), no hay nada más de agradecer que alguien te lea. Me encantaría poder escribir más, pero la inspiración juega al ratón y al gato conmigo, ¡lo que por otra parte es una suerte, porque así no os machaco a cuentecillos! Un beso gordo, guapetona.

    Le gusta a 1 persona

  26. Tienes la capacidad de trasladar al lector a un pasado no tan lejano. La composición de la clientela del Carrió es certeramente evocadora. Cualquiera que haya vivido más o menos de cerca aquellos años, estoy seguro de que visualiza a los parroquianos conforme los vas enumerando. De la descripción del «restaurant» puede decirse lo mismo. Todo es entrañablemente penoso, cutre y real.
    Este relato es una novela compendiada de alguien que conoce aquella época y, lo que es más importante literariamente hablando, es capaz de transcribirla con fidelidad.
    Excelente relato, Carmen, tan trágicamente familiar, con un final tan en consonancia con ese mundo. Un abrazo.

    Le gusta a 2 personas

  27. Ciertamente fueron años extraños: con el recuerdo de una guerra no muy lejana (que todos querían olvidar) y con una libertad recién estrenada que los jóvenes no teníamos ni idea de cómo gestionar (y creo que nuestros padres menos aún, desbordados por unos hijos a los que no comprendían: la brecha generacional nunca había sido tan tan profunda). Fueron años de excesos, por oposición a la prudencia anterior. Muchísimas gracias por tu comentario, tan amable como siempre. Buenas noches, Antonio.

    Le gusta a 3 personas

  28. Todas las cosas que han sido dichas en estos comentarios sagaces, son de fiar. » La mano que escribe vale lo que la mano que ara» dijo Rimbaud
    Pues es usted un arador de mucha imaginación. (*Apaga la luz y se hace sitio entre las almohadas, pues se ha hecho muy tarde)

    Me gusta

  29. Uy, uy, qué me parece que el día de ayer ha sido demasiado largo… ¡Buenos y luminosos días, Note! Por cierto, ¿almohadas? ¿pero cuántas utilizas? 🙂

    Le gusta a 1 persona

  30. http://los4palos.com/2017/04/26/capitulo-3-apatrullando-la-ciudad/#comment-9741
    Estoy leyendo esto y he pensado que te gustaría.
    besos (siguen sin llegarme los avisos de cuando escribís cosas nuevas o hacéis comentarios, por eso la comunicación entrecortada)

    Le gusta a 1 persona

  31. ¡Gracias, Note! En este momento estoy a punto de que me de «un pasmo» con una traducción larguíiiiiisima que debo entregar y me planteo la posibilidad de recurrir a métodos drásticos (sondarme o algo así) para no tener que levantarme del ordenador :-). En cuanto me quede un poquillo liberada, me sumerjo en «los4palos» porque, siendo recomendación tuya, seguro que me gusta. Y no te preocupes por lo de las respuestas: sé que antes o después sabré de ti…

    Me gusta

  32. No solamente se disfruta la pulcritud de una escritura tan bien armada, sino el estilo y ese manejo de la acción, las descripciones, lo trágicamente irónico de las situaciones y, siempre, la capacidad de sorpresa en que nos atrapas. Escriben magníficamente, eso ya lo sabes; lo que quiero decirte es cuánto se pueden disfrutar tus relatos. Siempre gracias.

    Le gusta a 1 persona

  33. Querido Julio: los vaivenes de la vida hacen que, muchas veces, sea complicado encontrar un momento (o las ganas) para escribir cuentecillos, pero comentarios como el tuyo hacen que me esfuerce por buscarlos. Muchas gracias por ese cariñoso comentario, compañero.

    Me gusta

Deja un comentario