Marta coloca el último plato en el escurridor. Se retira de los ojos, con el dorso de una mano, el flequillo demasiado largo, y se seca la otra, aún jabonosa, en la pierna del pantalón deslucido. El rozar los muslos piensa, por asociación de ideas, que cada vez los tiene más gruesos y que necesita volver a correr. Sabe que no va a hacerlo, pero aún así escribe «correr una hora mañana» en la pizarrita de la cocina, debajo de «comprar guantes de látex». Añade, para librarse de la sensación de culpa, «o en su defecto, no utilizar el ascensor y subir por la escalera». Desde que empezó con esto de la menopausia, o la premenopausia o lo que sea, el cuerpo no deja de darle alegrías. En realidad empieza a parecerle el cuerpo de otra. ¿De dónde han salido esos párpados abotargados, esa piel holgada a ambos lados de una barbilla que asemeja la quijada de un bóxer? ¿Qué ha sido de su cintura? Todo en ella es ahora demasiado voluminoso, sobrante. Incluso cuando se acuesta, cada vez más tarde porque ha perdido el hábito del sueño, le sobran extremidades. Quisiera tener brazos y piernas extraíbles. Literalmente. Sonríe al recordar la historia que le contaba su abuela, con gestos exagerados para arrancarle la risa, de aquella hermosa mujer calva y tuerta que esperaba a que su marido durmiese para liberarse de las prótesis cuya existencia le ocultaba. Por la noche él se despertaba y palpándole la cabeza lampiña, guardada la peluca bajo la cama, le pedía que retirase el culo de la almohada. Un cuento de abuela, inocentón y algo machista, con el que ella reía como una loca. Y que invariablemente concluía con la misma pregunta infantil: ¿Pero quién era más tonto, abuela, ella al ocultarlo o él al no enterarse? Con el tiempo, Marta ha llegado a la conclusión de que los dos sabían y callaban, manteniendo la ficción. Como tantas parejas. Como ella.
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