La separación

—Así que te has dignado a visitar a tu madre…. —La cuidadora boliviana saluda al recién llegado con una inclinación de cabeza, ajusta la manta sobre las rodillas de la anciana y abandona la habitación sin esperar a que se lo pidan.

Mario deposita, al lado del vaporizador, el paquetito de bombones que acaba de comprar en la pastelería de enfrente, a precio desorbitado, y besa las mejillas acartonadas. Un intenso olor a eucalipto impregna la atmósfera.

—¿Qué tal, madre?

—¿Tú qué crees, enferma y más sola que la una?

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Si tú supieras

—Nos metíamos con los calzoncillos de Eugeni igual que presumíamos de nuestras hazañas sexuales o del tamaño de nuestros pitos, si me permite la franqueza: no eran más que bobadas y bravuconadas de vestuario. Alguien decía: «Coño, Eugeni, hay que ver cómo te gustan los calzoncillos de maricón. Pareces un boys de esos». Él se ponía entonces en posición de firmes, las manos enlazadas a la espalda con las botas reglamentarias por única prenda, y respondía a carcajadas: «¡Qué más quisierais que vuestras señoras os comprasen gayumbos sexis como estos, atajo de capullos!», y empezaba a bascular las nalgas hasta que todos silbábamos como locos y le llamábamos tía buena.

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La ribera

Estacionó frente a un alcornoque descorchado levantando una nube de polvillo que volvió a caer sobre la carrocería como lluvia sucia. La imagen del tronco despojado de la corteza le provocaba la misma sensación de desasosiego que vestirse de sport, sin sus sobrios trajes de chaqueta gris marengo cortados a medida, como mandan los cánones de la elegancia. Alguna vez lo hacía por darle el gusto a su hija. Anda, papá, ponte ropa más juvenil, que hoy no tienes que ir al banco, le rogaba Clara. Él accedía por no llevarle la contraria, pero en cuanto ponía un pie en la calle tenía que palparse los botones de la bragueta para comprobar que estaban bien cerrados, tan desnudo se sentía.

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Ella

Siempre fue rellenita, una anomalía en la familia, todos tan delgados. Dicen que es un calco de su tatarabuela, mujer de carnes y alegrías abundantes. Su nutricionista lo achaca a un gen recesivo. Manuela no está muy segura de que eso sea un consuelo. Ni los ojos azules de su padre, ni la elegancia natural de su madre y su hermana, tan esbeltas como bailarinas de ballet: un puñetero gen recesivo, eso le ha tocado en suerte. «Tienes una cara preciosa, hija —procura animarla su madre—. Solo tienes que esforzarte por cuidar un poco la alimentación. Si no te importa tu aspecto, piensa al menos en tu salud».

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La adopción

Allí estábamos los cinco, embutidos en el sofá de tres plazas, con las espaldas rígidas, las rodillas recatadamente juntas y las manos apoyadas en el regazo. Sobre la mesita baja del salón humeaba el café oloroso. Dos bandejas de pastas de mantequilla, capaces de disparar el nivel de colesterol con mirarlas de refilón, reposaban sobre un tú y yo de punto de cruz. Moví con disimulo una de las bandejas para ocultar una manchita amarillenta que deslucía el conjunto.

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Habitación con vistas

Lo vi al adentrarme en la rotonda. Estaba tan cerca de mí que habría podido tocarlo con solo bajar la ventanilla. En lugar de eso, miré al frente y confié en haber cambiado lo bastante como para que no me reconociese. Porque era él, estaba segura. Más flaco. Más ojeroso también. Y con barba.

Parada en el carril de la izquierda, a la espera de que el semáforo se abriese, lo seguí por el rabillo del ojo. Tendía una camisa de una cuerda atada entre dos olivos raquíticos con los que el ayuntamiento trataba de suavizar la dureza de aquel nudo enrevesado de venas y arterias que enlazaban la ciudad con la autopista de circunvalación. En el centro de la plazoleta, casi mimetizada con el suelo tapizado de pinocha, distinguí la cama abatible —cubierta con un edredón blanco—, próxima a un carrito de la compra y a un botellón, de esos que utilizan las fuentes de agua de oficina.

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Los héroes anónimos viajan en escarabajo

Cuando llegamos al barrio, lo hicimos como modernos nómadas urbanos: precedidos por una furgoneta «pick-up» de alquiler con conductor, de esas equipadas con un cajón trasero abierto protegido por una loneta. En su interior se amontaban en precario equilibrio algunos muebles prácticos y destartalados; un batiburrillo de artículos del hogar almacenado en cajas recicladas del super; una batería de cocina sin estrenar regalo del Banco Central Hispano por domiciliar la nómina; un aparato de música cuyos bafles zumbaban como moscardones a poco de conectarlos; un buen puñado de libros que saltaban jubilosos con cada bache de la calzada y un Mac de carcasa transparente cuidadosamente envuelto en papel burbuja, clara demostración de su estatus en la jerarquía de enseres familiares. Detrás del pick-up, a bordo de un Renault gris cobalto cuyas manchas herrumbrosas daban fe de una esforzada vida a la intemperie, viajamos nosotros cuatro y una cobaya, sepultados bajo una tonelada de ropa de Zara, sección juvenil.

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Éramos tan jovenes

Si le preguntas a mi marido, te dirá que todo han sido tontunas mías; que me ha podido la soberbia. Y puede que no le falte razón: los Popescu siempre hemos sido agricultores. ¿Qué tenía de malo que nuestros hijos también lo hubiesen sido? Me culpa de que los chicos aspirasen a otra cosa y tampoco me perdona haber tenido que criarlos solo.

Nací bajo el régimen de Nicolae Ceausescu y nunca me planteé si mi suerte había sido buena o mala: los lamentos no cambian el rumbo de las cosas. Mi vida, como la del resto del pueblo, era una argamasa compacta de trabajo, hambre y miedo, tres ingredientes aniquiladores de cualquier ambición. ¿Pensaba en la libertad? No lo creo. Se decía que los miembros de la Securitate estaban adiestrados para leer el pensamiento con solo mirarte a los ojos, así que, por si acaso, manteníamos la vista clavada en el suelo. Después nos pareció más práctico dejar de pensar. Las reglas del juego eran claras: «obedece y no te hagas notar». Saber lo que tienes que hacer, sin espacio para la duda, facilita las cosas. Obedecíamos con el falso júbilo del cerdo que se enloda a la espera de la matanza. Y, como los cerdos, aguardábamos con resignación lo que quiera que aconteciese, rogando que fuese más tarde que pronto, como si la vida que vivíamos mereciese la pena.

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El niño que se enfrentó a la excavadora

Hace un par de noches, en un arranque de inocencia impropio de mi edad, me senté ante el ordenador con intención de escribir un cuento sobre una de esas noticias breves que sirven de relleno cuando la actualidad remolonea y no da para cubrir un dominical: la lucha desigual entre una pequeña escuela de Minnesota (o tal vez de Cuenca, todavía no lo tenía muy claro) y la administración. Los niños y los maestros encarnarían a David, en tanto que Goliat estaría representado por la pesada maquinaria estatal. La razón de la disputa podría ser cualquiera —la decisión política de construir una urbanización, emprender actividades de fracking o establecer un campo de golf en el terreno ocupado por la escuelita—, lo mismo daba. Lo auténticamente relevante del relato sería el triunfo épico de la justicia frente a la sinrazón de la administración, personificada en unos políticos poco escrupulosos que, por corrupción, ignorancia o desidia, arrasaban los sueños de los niños. El desenlace, al más puro estilo hollywoodense, sería una escena trepidante en la que maestros y chavales se abrazaban entre risas y llantos mientras las excavadoras, con las palas vacías, abandonaban el patio de la escuelita pisoteando con las orugas el diminuto huerto escolar. En la escena de cierre, un niño, desprendiéndose de la mano de su madre, correría hacia una de las máquinas para entregar una margarita al conductor. Incluso tarareé la banda sonora: una de las maravillosas canciones de la película «Los niños del coro».

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Detective vocacional

Marcelo trató de introducir la llave en la cerradura. El llavero le resbaló de la mano entre desenfadados tintineos. Se agachó para recogerlo, con el frágil equilibrio de un funambulista, y cayó de bruces. Logró ponerse de rodillas y, a tientas, por la falta de luz, palpó el pavimento en busca de las llaves perdidas. Soltó un juramento cuando una china se le clavó en la rodilla y se prometió por decimocuarta vez que no volvería a pisar ese antro de vicio. Localizó las llaves bajo el cartel de «Prohibido depositar basuras» fijado con dos postes metálicos a la verja del jardincillo que el jardinero de la comunidad se desvivía por mantener florido pese al recalcitrante calor estival. El coqueto jardín sobresalía como acogedor oasis entre el césped agostado de las viviendas circundantes. Marcelo se preguntó, una vez más, qué demonios pintaba ese cartel en una zona residencial como aquella.

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Noticia de actualidad

El viejo pulsa, distraído, el cajetín del semáforo. Piensa que es una pena no vivir en un piso bajo porque aunque la vivienda tiene ascensor, no salva los tres escalones que separan el portal de la entreplanta. Y él ya no está para estos trotes. Ni Magdalena, tan vital en el pasado y tan dependiente ahora. La vida no ha sido fácil para ninguno de los dos, separados por una guerra civil que en nada les concernía y que les quitó todo lo que les importaba: padres, hermanos, amigos… y a Magdalena. Suspira recordando la tarde revuelta en la que se juraron un amor eterno e inocente que él cinceló en el tronco de la higuera. Su abuelo arrancó el árbol poco después porque las raíces amenazaban con derribar la pared de la casa. Premonitorio, ¿verdad, Magdalena? Qué difícil es mantener la llama del amor en la distancia, querida mía. Yo, tratando de sobrevivir en un país roto y dolorido. Tú, tratado de enraizarte en un país joven y forastero, los dos engullidos por la urgencia de lo inmediato.

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McCartney y Marcial Estefanía toman el té

Jonny Janes y su fiel Dolores marchan a paso perezoso por las azafranadas arenas del Mojave. El vaquero distingue en la lejanía, velada por la bruma polvorienta del atardecer, la silueta impúdica de la ciudad del pecado. Se reconforta con un ávido trago de whiskey y desmonta de la yegua, que da muestras de agotamiento. Borra el sudor de la frente con un antebrazo poco limpio y sigue a pie. Dolores lo ve alejarse, cabecea un par de veces inquieta y emprende un trotecillo corto para colocarse a su lado. Jonny James le palmea la grupa y ambos acompasan el paso.

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Un poema de amor desesperado

«Tal vez creas que no nací hasta conocerte.
Tal vez creas que eres mi principio y mi fin.
Tal vez creas que eres el amo y señor de mis días.
Más aún de mis noches.
Tal vez creas que estoy encadenada a ti.
Y haces bien en creerlo.»

—Lo ve, agente,—gritó fuera de sí el roquero desmoronándose sobre el sillón de tapicería atigrada— ¡me está volviendo loco!

—¿Y cuándo dice qué empezó a recibir estas declaraciones… amorosas? —el policía, de pie, el gorro oficial apresado entre el codo y la cadera, toma notas en la libreta de denuncias con exquisita profesionalidad.

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La elección de Marta

Marta coloca el último plato en el escurridor. Se retira de los ojos, con el dorso de una mano, el flequillo demasiado largo, y se seca la otra, aún jabonosa, en la pierna del pantalón deslucido. El rozar los muslos piensa, por asociación de ideas, que cada vez los tiene más gruesos y que necesita volver a correr. Sabe que no va a hacerlo, pero aún así escribe «correr una hora mañana» en la pizarrita de la cocina, debajo de «comprar guantes de látex». Añade, para librarse de la sensación de culpa, «o en su defecto, no utilizar el ascensor y subir por la escalera». Desde que empezó con esto de la menopausia, o la premenopausia o lo que sea, el cuerpo no deja de darle alegrías. En realidad empieza a parecerle el cuerpo de otra. ¿De dónde han salido esos párpados abotargados, esa piel holgada a ambos lados de una barbilla que asemeja la quijada de un bóxer? ¿Qué ha sido de su cintura? Todo en ella es ahora demasiado voluminoso, sobrante. Incluso cuando se acuesta, cada vez más tarde porque ha perdido el hábito del sueño, le sobran extremidades. Quisiera tener brazos y piernas extraíbles. Literalmente. Sonríe al recordar la historia que le contaba su abuela, con gestos exagerados para arrancarle la risa, de aquella hermosa mujer calva y tuerta que esperaba a que su marido durmiese para liberarse de las prótesis cuya existencia le ocultaba. Por la noche él se despertaba y palpándole la cabeza lampiña, guardada la peluca bajo la cama, le pedía que retirase el culo de la almohada. Un cuento de abuela, inocentón y algo machista, con el que ella reía como una loca. Y que invariablemente concluía con la misma pregunta infantil: ¿Pero quién era más tonto, abuela, ella al ocultarlo o él al no enterarse? Con el tiempo, Marta ha llegado a la conclusión de que los dos sabían y callaban, manteniendo la ficción. Como tantas parejas. Como ella.

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El telegrafista

—¿Le queda mucho? —el chaval respira agitado por la carrera.

El hombre rondará los setenta y muchos o los setenta y pocos mal llevados. Es delgado, muy delgado, aunque no débil. Tiene los brazos nervudos, las manos grandes y tendinosas y el pecho protruyente, como de quilla de barco. Si no estuviese aquí, en una ciudad de provincias retirada de la costa, diríase que es un pescador de aguas bravas, del Gran Sol cuando menos.

El chaval espera unos instantes. Vuelve a la carga.

—¿Me deja que saque el tique y continua haciendo… lo que quiera que esté haciendo?

El viejo niega con la cabeza.

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