Sentado en el asiento del copiloto, la cabeza girada en un ángulo imposible para evitar que su madre lo vea, Blas muerde con saña una uña descarnada, tan perdida la sensibilidad que podría ser la de otro. El Peugeot se mueve a trompicones, al ritmo del tráfico denso. «Hoy tampoco llego a tiempo a la oficina, de ésta me echan seguro» —se lamenta la madre— y añade mecánicamente, alzando la voz para hacerse oír sobre el fragor del claxon que ella misma aporrea: «¿Seguro que no quieres que hable con la tutora?».
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